Vendrá la Libertad y será en un carro

por Horacio Dall'Oglio
28 de febrero de 2014

Para la nueva Cítrica, viajamos a Entre Ríos para investigar uno de los atentados a la libertad de expresión más cruentos y menos recordado de la historia argentina.

Nota publicada en la edición número 7 de Revista Cítrica

Es el amanecer del 11 de enero de 1907 y Julio Modesto Gaillard, el carrero encargado de trasladar de Colón a Villaguay la imprenta del periodista Antonio Ciapuscio, está tendido en el piso, con las manos atadas por la espalda, y bajo el retoño de un espinillo retorciéndose del dolor que le han provocado las boleadoras del comisario en el pecho. Apenas unas diez horas antes, el cencerro de bronce de la yegua madrina anuncia a los cuatro caballos restantes de la tropilla que deben apurar el paso. La llovizna intensa moja la cara polvorienta de Gaillard y la imprenta del diario El Pueblo, junto con una treintena de cajas con tipos que revotan dentro del carro en cada accidente de la huella. El agua es una tregua para la sequía que desde hace meses asecha en Entre Ríos, pero puede ser un peligro si se descarga ese cúmulo de nubes relampagueantes hacia el este, hacia Villaguay, a tan sólo dos leguas cruzando el arroyo Bergara. Pronto el camino será una pasta espesa e intransitable y los arroyos llenarán sus caudales hasta tapar los puentes y pasos, así que Gaillard se apura a descargar el látigo sobre sus animales con más ansiedad que fuerza. Allá lo esperan, en Paso y 25 de Mayo, el director del diario, el resto de la paga y su familia. Cuatro días hace que está fuera de casa y ansia ver la cara de su mujer, Petrona González, cuando sepa del regalo que lleva en el bolsillo de su camisa y que ahora roza con la mano izquierda sin soltar las riendas.

A menos de un kilómetro los policías de La Capilla, que llevan cuatro días oteando sin éxito en las lomadas, vuelven a la comisaría a tranco lento y con el espíritu abatido porque intuyen que Gaillard tiene que haber llegado a Villaguay con la imprenta por el camino menos pensado, por adentro del monte salvaje, y en cuanto Hermelo se entere los meterá en el cepo varios días. Juan Severino Hermelo es el villano de la película. Ha asumido ilegítimamente la intendencia de Villaguay y desde hace algunos años también se ha hecho cargo de la policía local. Maneja a su antojo la ciudad y hará lo imposible para que la imprenta, que trae Gaillard en su carro, no llegue a sus tierras. Para colmo, la llovizna tristona empapa sus uniformes y trabucos. De pronto, el comisario Félix Santa Cruz levanta la cabeza y detiene su caballo a mitad de la calle. El cabo Villalba y el agente Cisneros atajan su marcha unos metros adelante y vuelven la vista hacia su jefe que les pide silencio. Escuchen, dice Santa Cruz, y los tres policías se quedan tiesos por un momento sobre sus caballos intentando aguzar el oído entremedio de la llovizna; viene del norte, sentencia el superior. A lo lejos se deja oír el tintinear apresurado de un cencerro, cada vez con más claridad. El comisario, seguro de que solo un carrero puede estar cabalgando por dentro del monte a esa velocidad, espuelea su animal y sale al galope sobre la tierra húmeda con bríos renovados. Santa Cruz jinetea en paralelo con la arboleda tupida mientras su patrulla le sigue el paso a unos metros y el sonido del cencerro se torna cada vez más nítido, tanto que pareciera que en cualquier momento se lo chocan. De la nada misma, como uno de los relámpagos que se dibujan sobre los nubarrones amenazantes, Gaillard pasa sentado en el palo de su pescante frente a los policías a puro restallar del látigo, en dirección al puente del arroyo Bergara, y logra ver de soslayo a los uniformados así que decide levantarse y cabalgar parado. Gaillard no se amilana ante las ruedas que patinan en el barro de la calle, ni ante el grito impetuoso de Santa Cruz que le pide que pare al tiempo que desenfunda su arma y empieza a levantar el brazo en dirección al carrero; empecinado, solo piensa en lo cerca que está del puente, en lo cerca que está de llegar. Pero con el balazo al aire los caballos se asustan y Gaillard tiene que usar su cuerpo fornido para detener los corcoveos de sus bestias.




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