UNA MÁQUINA PARA HACER HELADOS

por Revista Cítrica
05 de diciembre de 2012

Literatura cítrica. Cuento de la escritora porteña María Bernardello.

Siempre viví en Adrogué, salvo la temporada que pasé en Bartolomé Mitre y Riobamba con Juan, el loco. Por supuesto, yo no sabía que Juan estaba loco hasta que se quedó paralizado frente al televisor. Lo conocí en una meditación del centro de reiki donde él trabajaba y yo hacía taller literario con Chini, su madre. Juan también escribía y participaba de los talleres. Una tarde recitó, al final de la meditación y delante de todos, un poema que había escrito para mí. Mujer dela Atlántida, empezaba. Fantástico. Sus ojos verdes me parecieron el mar.




Un 30 de diciembre fuimos a dar un paseo por el Tigre enla Cacciola. Lalancha hacía tanto ruido que no podíamos hablar. Nos besamos durante todo el paseo. Al poco tiempo buscamos un departamento y nos fuimos a vivir juntos.




Nunca me reí tanto como con Juan, y nunca nadie se tomó tan en serio mi oficio. Nunca nadie me cuidó y me quiso tanto como él.




-Holly, no podés levantarte con el despertador, te hace mal -me decía-.




Vos tenés que escribir todos los días, vos sos escritora.




Me despertaba con una música que yo jamás hubiese escuchado y que creo que ni siquiera me gustaba, pero que me hacía profundamente bien. A veces repetía el orden de las canciones una y otra vez. Corre, corre, corderito me fascinaba. Kamikaze también.




Mi mejor amiga -Dadá- y mi hermano vinieron una vez a visitarme a nuestro departamento. Juan los recibió con un abrazo. Comimos pizza y escuchamos música. En un momento Juan se paró a buscar servilletas. Fue bailando como un pájaro hasta el aparador y cantó con la cuchara de madera: luego de un breve tormento / tu mirada se posó en el templo /donde un hijo llama na-ná. Dadá y mi hermano se rieron. Él los miraba serio y concentrado a los ojos. Yo lo adoraba por eso. Hacía siempre lo que sentía, no tenía inhibiciones.




-Juan es escritor, él es libre -les dije.




Cada tanto Juan me despertaba a mitad de la noche. Me hacía planteos filosóficos sobre el inconsciente colectivo yla Gestalt. Noterminaba las frases, dormía cada vez menos. Había vuelto a comer carne. Escuchaba música las veinticuatro horas del día, hacía tai chi chuan en la plaza, en el baño, frente al televisor. Le gustaba la luz, decía que el televisor prendido era como tener una ventana abierta al mundo. Lo hacía por horas, hasta que terminaba la programación. Escribía, me miraba y dibujaba toda la noche.




-¿Por qué no dormís, Juan?




-Cuido tus sueños, Holly. Shh. Dormí, que yo te cuido.




Entonces, él recitaba el poema de la mujer dela Atlántiday yo me dormía.




 




El último domingo de mayo festejamos nuestros seis meses juntos. Leímos y sonorizamos poemas de amor con unos cuencos de cuarzo del Tíbet. Comimos un pollo entero con la mano y fuimos al Gaumont. Antes de entrar, Juan se tomó un litro de jugo multifrutas de un tirón. Después discutimos la película en un bar y hablamos de los extraterrestres y la telekinesis.




De vuelta en el departamento, regué las plantas del balcón y me puse a escribir. Él hacía tai chi chuan frente al televisor.




-Juan, ¿estás bien? -no respondió. Lo toqué apenas, para hacerle perder el equilibrio. Estaba petrificado. Pasé la mano por delante de sus ojos, de arriba hacia abajo.




-No me jodas  -dije.




Le busqué el pulso en el cuello y le pasé mi mano por el pecho buscando el corazón, desesperada. Llamé al SAME y a la madre, en ese orden. La primera en llegar fue Chini. Con tranquilidad, pero con cierta urgencia y en silencio, le dio una inyección intravenosa. Recién entonces me habló.




-Esto pasa por el problema de la glándula, ¿sabías?




-Sí.




-Se le inunda el cerebro. Ahora necesita dormir.




Le subió un brazo y lo bajó, muy lentamente; después hizo lo mismo el otro, y otras dos veces más con cada uno. Sabía lo que hacía, eran movimientos precisos y calculados. Lo peinó con los dedos.




-Lo vamos a llevar a mi casa -me dijo-, tiene que descansar. Ayudame a trasladarlo.




-Mejor esperemos al SAME, es mejor que lo llevemos en la ambulancia.




-No. Los médicos del SAME lo van a querer internar y yo no quiero. Por eso cuando vengan mostrales estos papeles y que se vayan.




Llegaron los del SAME y les mostré los papeles, en los que alcancé a leer sólo unos nombres raros de medicamentos y las dosis. Uno de los médicos firmó una planilla, hizo dos certificados con copias rosas y se fue.




Me puse un pulóver. Lo calzamos una de cada hombro y salimos. Cerré la puerta de una patada y llamé al ascensor. Juan daba pasos cortos y medidos, con la cabeza hacia abajo. Arrastraba los pies y se le caía la baba.




En la casa de Chini lo tumbamos en la cama.




-Gracias  -me dijo-, ahora te podés ir.




-No, me quiero quedar.




-Él necesita estar tranquilo hasta que le demos la segunda dosis del antipsicótico. Cuando despierte, además, no te va a reconocer  -me dijo, mientras acomodamos a Juan en la cama. Sus dedos estaban fríos-. Va a ser mejor que te vayas.




Caminé despacio hasta el departamento. La noche estaba desierta. Crucéla Plaza Congreso, cubierta de niebla espesa y marrón. Tuve frío.




 




 




Al día siguiente fui a verlo. Juan dormía profundamente y movía los dedos. Descargas, así libero a los pequeños demonios que me chupan la sangre, decía.




Vino Chini a la habitación y me ofreció un té.




-Antes de esto, ¿Juan estaba tomando las pastillas? -me preguntó.




-No sé.




-¿Cómo que no sabés? ¿Fumó porro?




-No, que yo sepa no.




-¿Cuánto hace, nena, que Juan no tomaba la medicación?




-No sé.




No me animé a contarle que yo misma le había pedido que dejara esas pastillas.




 




 




-Por favor -le había suplicado a Juan cuando nos fuimos a vivir juntos-, no tomes más esta mierda. ¿Harías eso por mí?




-Por vos, Holly, doy la vida.




-Vos no podés tomar esto, sos vegetariano, mi amor, esto es veneno. Vos haces meditaciones y reiki. Esto va en contra de la macrobiótica.




-Holly, tenés razón.




-Esta mierda te atrofia el cerebro.




-¿Ves cómo me tiemblan los dedos? Estoy cansado de estos temblores. No se van. ¿Ves? La roja es para contrarrestar los movimientos compulsivos y la verde es para que la glándula funcione a ritmo normal. Pero se acabó.




-Esto lo toman los abuelos. Es para los temblores del reuma o la artrosis. Me lo dijeron en la farmacia. Esta medicación está mal, Juan. No puede ser que una glándula malformada te inunde el cerebro y no te puedas operar.




-No se opera, Holly. Yo confío en vos. No las tomo más.




-Vos decís que no se opera porque tenés miedo de que te abran el cerebro.




-Ya está, Holly. Las meditaciones y el tai chi me hacen bien, vos me hacés bien, estoy mejor que nunca. Shh, dormite, tenés que descansar.




Ese mismo día tiró todas las pastillas al inodoro.




 




 




Para explicarme cuál era la enfermedad de Juan, Chini me dijo que la hipófisis y una glándula malformada le inundaban el cerebro; que el hipotálamo y la mala coagulación le generaban parálisis emocional. Por eso, para evitar esos desequilibrios y sus consecuencias, era indispensable la medicación.




Cuando iba a visitarlo, me sentaba al borde de la cama y lo miraba. Le besaba la mano. Juan estaba quieto, con los ojos a media asta y la boca torcida. Movía las manos, no hablaba ni sonreía ni me decía Holly. Sólo dormía o miraba un canal de cable que tenía música de quenas y pajaritos, y emitía fotos de lagos, con flores y atardeceres para meditar.




-A Juan le dio un brote  -dijo Chini. Y eso fue todo.




 




Pensé en las plantas, en los brotes de los palos borrachos bonsái que germinaban en nuestro balcón; pensé en las veces que paseábamos por el botánico después de hacer el amor en un banco, entre los gatos y el cielo de fondo. Brote psicótico, aclaró Chini después.




Busqué en el diccionario “brote psicótico”: manifestación de la locura. No podía pensar en otro tema.




 




 




Juan volvió a su medicación y al departamento. Estaba bien, casi como cuando lo conocí, pero la que se puso mal fui yo. Buscaba una manera poco traumática para separarme.




Desde su vuelta, sus actitudes raras ya no me parecían tan graciosas.




Fuimos juntos aLa Plataa ver a su psiquiatra. Nos habló sobre el abuso de estupefacientes y las alteraciones que estos desencadenan en el sistema nervioso central, dijo algo acerca de la glándula y por último dijo que la enfermedad se controlaba tomando la medicación. Esquizofrenia catatónica. Así dijo.




Cuando escuché esos nombres no hablé, no hice preguntas. Miré hacia la ventana para disimular que los ojos se me habían llenado de lágrimas. Me acaricié los brazos y me acomodé en la silla. Tosí varias veces. Estaba enamorada de un esquizofrénico catatónico.




-Es una enfermedad que no se cura. Algunos pacientes pueden llevar una vida normal.




Tosí otra vez. Juan me acarició la espalda y me agarró la mano. Sentí las descargas en la palma de mi mano y cerré los ojos un segundo.




-Holly, no llores. Yo estoy bien  -me dijo y sonrió. Se puso de pie y abrazó a su psiquiatra.




 




 




-Dormir con un esquizofrénico es peligroso  -me dijo Dadá-. Te puede cagar a golpes, ¿Y si una voz de esas le dice que se tire por el balcón?  -me preguntó-. Y además, ¿vas a resignar tener hijos?




-No.




-Mirá que los brotes se repiten, siempre.




 




 




Dadá me acompañó al departamento el día que dejé a Juan, y le pedí a mi hermano que nos fuera a buscar con el auto. Ella habló por mí. Yo fijé la mirada al piso para evitar los ojos de Juan. Entré al departamento con la cabeza agachada arrastrando los pies. Saqué algo de ropa y algunos libros. Metí todo en una bolsa de consorcio negra.




-Holly tiene fatiga crónica  -dijo Dadá-. Sus padres, junto con un profesional, decidieron internarla en Entre Ríos, en una clínica antiestrés.




Juan no hizo preguntas. Me abrazó fuerte, me acarició la cabeza, me besó y me dijo al oído algo sobre el amor. Cargamos la bolsa negra en el baúl y nos fuimos por la avenida Boedo hacia el sur. Había heladeras y cocinas en las veredas. Negocios y vidrieras de electrodomésticos. Dadá dijo que le gustaría tener un grill, porque para el que vive solo no se justifica prender el horno. Mi hermano prefería la sandwichera eléctrica, y yo, una máquina para hacer helados.




María Bernardello nació en Buenos Aires en 1971. “Una máquina para hacer helados” forma parte de Camino de cintura, su primer libro de relatos, publicado por la cooperativa editorial Garrincha




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