Tejedor de historias

por Maxi Goldschmidt
23 de diciembre de 2016

A los 88 años, murió Andrés Rivera. Para homenajearlo, publicamos la entrevista en la que recordó los tiempos en que, todavía lejos de ser escritor, era obrero en una fábrica textil.

Mucho antes de escribir El Farmer o La Revolución es un sueño eterno, libros que ya son clásicos de la literatura argentina, Andrés Rivera pasó siete años de su vida trabajando como obrero textil en dos fábricas de San Martín. “No terminé la escuela industrial porque fui un mal alumno, entonces mi padre me dijo que si no estudiaba tenía que trabajar. No me quedó otra alternativa, ya que provengo de un hogar obrero. En ese entonces la industria textil estaba en proceso de desarrollo y mediante unos conocidos conseguí un trabajo en una fábrica en Villa Lynch. Entré en el turno noche, donde no estaba el capataz y podía moverme con más libertad y aprender el oficio, que me enseñaron veteranos, tejedores curtidos en el trabajo”, nos contó hace un tiempo este gran escritor, desde siempre enemigo de las entrevistas, pero que esa vez accedió a hablar unos minutos acerca de esos años que luego inmortalizaría en su primera novela (El precio, publicada en 1957) y en varios cuentos.

¿Le costó aprender el oficio?

No más que a otros. Fue mi primer trabajo, y cuando creí que estaba en condiciones, entré a otra fábrica textil, una de las más grandes de la zona, también en Villa Lynch, cuyo dueño era Wolf Raizman. Había más de cien obreros y obreras, tejedores, devanadoras. Yo era tejedor de seda, atendía dos telares suizos. Ahí me afiancé en el oficio.

¿Ya escribía en esa época?

Sí, pero tiraba todo lo que escribía, porque consideraba que no era satisfactorio el nivel de la escritura.

¿Y qué es lo que más recuerda de esos años de trabajo en San Martín?

Nada excepcional. Yo vivía en Capital y me tomaba el 166. Uno sale de la fábrica con ganas de volver rápido a su casa. Lo que más me quedó grabado es la presencia torpe y alevosa de la burocracia sindical. Siempre inclinada, palabras más palabras menos, a los intereses de la patronal. Y una lucha sorda por parte de la mayoría del personal para tratar de imponer las reivindicaciones que teníamos en ese momento, que generalmente apuntaban al aumento salarial.

¿Es verdad que lo eligieron delegado pese a que era el único obrero no peronista?

Sí, es así. Hubo elecciones y los burócratas no pudieron evitar que me eligieran secretario de la comisión interna. Me eligieron a mí porque sabía hablar. Yo venía con una formación socialista, marxista.

¿Y cómo se vivió en la fábrica el 16 de septiembre del 55, cuando derrocaron a Perón?

Teníamos diferentes puntos de vista pero nos habíamos unificado en que íbamos a defender al gobierno contra los golpistas. Entonces salimos de la fábrica con esa intención, defender al gobierno legal. Pero fuimos hasta la sede del sindicato y encontramos la puerta cerrada ¿Y qué íbamos hacer?... Acá mi esposa me dice que podíamos romper la puerta. Pero no habíamos avanzado tanto en nuestra conciencia. Porque romper la puerta significaba romper con una de las columnas del peronismo. Y por eso ese día lo viví como muchos que se tomaron el ómnibus y se fueron a su casa. No decepcionado, pero como si hubiera previsto que los dirigentes que estaban al frente de los sindicatos no iban a mover un dedo para tratar de movilizar a los trabajadores. Además no se había hecho nada a lo largo del año para alertar acerca de la posibilidad del golpe.

¿Y qué le quedó de su experiencia como obrero textil?

Visto con el tiempo, fue algo interesante en todo sentido. Sobre todo en lo humano. Me permitió conocer más a los hombres, a mis compañeros de trabajo con los que compartía el día a día. Y lo que más recuerdo es cuán desprotegidos estaban los obreros ante la burocracia sindical y la patronal. Eso no me lo olvido más.

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