“Sentarse a tomar un café es también sentarse a observar una historia”

Piernas de Gacela, otra ficción nacida en un café porteño

Me senté a tomar un café en Libros del Pasaje y noté que la chica del flequillo en forma de cortina y quilométricas piernas recorrió la librería como si estuviese jugando una búsqueda del tesoro. Chequeó el precio de todos los libros. Hizo uso y abuso de las escaleras corredizas para buscar en los rincones más próximos al techo, aún por encima de las bolas de luz colgantes. ¿Buscaría el santo grial, la piedra filosofal, el sudario de cristo, algún ejemplar recuperado de la biblioteca de Alejandría o algún libro inédito de la biblioteca de Babel? El entorno clásico del lugar hace creer que cualquier libro o reliquia pudiera emerger desde el fondo. Es inspirador ver la tenacidad con que la joven piernas de gacela busca algún texto específico que grabará como fuego en su memoria, así como grabó con tinta unas mandalas desde su cuello hasta su espina dorsal. Palermo viejo tiene la particularidad de mezclar rústicos caobas con estilos bohemios y modernos, ofreciendo todo tipo de combinaciones que por fuerza mayor se compatibilizan dejándonos un look extrañamente identificable.

Esto no deja de ser coherente si tenemos en cuenta que los anaqueles de esta librería juntan la economía y el esoterismo por lo bajo o la mitología y la sexualidad allí en lo alto. Cuando uno entra a revisar se quiere llevar todo, hasta aquello que no conoce. Los libros son algo precioso y preciado. Claro que no se pueden tener a cualquier precio, aunque la joven intente persuadirlos a punta de pistola. Les disparó a todos sus secuestrados con la lectora de rayos láser, una manera de preguntarse a ella misma con cuánta plata contaba para pagar el rescate de los mismos. Quizás de esa manera logre amedrentarlos obteniendo alguna rebaja o quizás pueda inferir que algunos rebeldes se resistirán a ir con ella, para entender también que tantos ejemplares apilados jamás cabrían en tan pequeña mochila.

Ella continúa la búsqueda por lo alto y ancho de la biblioteca. Su cabeza está próxima al techo. Allí deben estar los libros menos revisados. La del flequillo de cortina no deja rincón sin explorar. Pocas son las huellas digitales impregnadas a esas alturas. Allí se erigen el altar del polvo, el edén de las polillas y las babas de la araña. Desde el sillón donde me nutro de la escena soy testigo del infinito. La extensa biblioteca se prolonga hasta un alto ventanal que nos separa del afuera, aunque la vista nos obliga a continuar el alto y angosto túnel con las pintorescas paredes de las casas del viejo pasaje Russell, todo en una misma línea. 

Unos extranjeros entraron por curiosidad. Les resultó atractivo el lugar en su conjunto; los libros, la venta de discos, las mesas del café. No pude evitar la comparación porque allí se estaba retirando piernas de gacela con su mochila inflada de conocimiento. Ella no fue una más que se dejó encantar por la pintura de infinitas tiras verticales de miles de colores; rompió dicho encanto para ir por los tesoros dentro. Buscó con conocimiento de causa, con devoción; subió y bajó escaleras; analizó y comparó el precio de las ideas. Se llevó lo mejor que pudo al costo que podía afrontar. Quizás algún día la vuelva a ver en persona o quizás en la tapa de un libro.

Al marcharse vi que sostenía en su mano un ejemplar azul del que no alcancé a ver ni título ni autor; no me importó. Sólo sé que se veía a gusto en su mano, como si él la hubiese elegido a ella. Tener un libro de tapa dura es una sensación inexplicable. Escuchar el paso de las páginas, el papel contra el papel, sentir la aspereza en las yemas de los dedos. 

La biblioteca puede volver vecinos a Marx, el “gato” Dumas, Aristóteles, Maradona, Ghandi y Martín Loustau, pero no golpearles la puerta para ver qué tienen para contar es privarnos de saber que Einstein sigue buscando la teoría unificadora de la relatividad y la física cuántica, que Prometeo es castigado con vehemencia por robarse el fuego de los dioses, que Kiyosaki nos ofrece otra manera de encarar un negocio en los tiempos que corren, que Mafalda no entiende qué le pasa al mundo y en realidad lo entiende mejor que nadie, que el sargento Cabral no figura en los registros de su época sembrando la duda en una porción de nuestra orgullosa historia, que Montag está razonando más de lo que la sociedad descrita por Bradbury les tiene permitido y así se vuelven a abrir los libros, que la princesa Sherezade está contando historias durante mil y una noches para no morir a manos del sultán; nos perderíamos la chance de poder tomar algo de todos ellos para quizás algún día tener un lugar apretadito entre Vargas Llosa, Arlt, Fontanarrosa o en algún recoveco cercano al techo como puente de alguna telaraña esperando que la joven piernas de gacela venga a rescatarnos.

“Sentarse a tomar un café es también sentarse a observar una historia”

Benedicto De Bonis

benedictodebonis.blogspot.com.ar

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