Ocho décadas de Abelardo Castillo

por Revista Cítrica
28 de mayo de 2015

Entre cafés y recuerdos, el escritor nos recibió en su casa y repasó su infancia, adolescencia y adultez. Las primeras lecturas, el ajedrez y una pregunta de difícil respuesta: ¿se puede enseñar a escribir?

Por Maxi Goldschmidt, Horacio Dall' Oglio y Diego Pintos

Con el pretexto de que había cumpido ochenta años, nos acercamos a su casa de Balvanera para hacerle una entrevista. En realidad, cualquier pretexto es bueno si de escuchar (o leer) a Abelardo Castillo se trata. Y allí, la noche de un lunes frío nos encontró hechizados por su voz, su humor filoso y su verba irrefrenable. En un par de horas, escuchamos una biografía resumida de su vida, una apología de la juventud, una clase de filosofía existencialista y una demostración de sus habilidades ajedrecísticas. Le habíamos adelantado la idea de dividir la nota en sus ocho décadas de vivencias literarias, sin embargo, apenas arrancamos nos aclara que “esto de las décadas es una superstición” porque el hecho de “tener diez dedos en cada mano supone que cada diez años, o cada diez meses, o cada diez vidas ocurre algo, cosa que nunca es así. Si tuviéramos seis dedos en cada mano creo que hubiéramos inventado el sistema duodecimal y hoy habría billetes de seis en lugar de cinco”. 

Entonces usted dirá, ¿empezamos por sus primeros diez o doce años de vida en relación con la literatura o improvisamos otras preguntas?
Empecemos así, porque ya me preparé para eso. En los primeros años de mi vida, los libros decisivos serían Robinson Crusoe y la saga de Sandokán, a los nueve años, y esto está vinculado con dos hechos también: la separación de mis padres, que fue para mí decisiva cuando quedamos solos papá y yo, y mi entrada en el colegio de los salesianos, Wilfrid Baron de los Santos Ángeles, el colegio Don Bosco de Ramos Mejía, que es el que me refiere al libro justamente porque recuerdo que el padre rector me dijo que no era lectura para un chico el Robinson, y me lo sacó; lo terminé de leer después del colegio. Pero digamos que la culminación de los primeros diez años están marcadas por esos hechos que para mi fueron esenciales. La separación de mis padres y mi entrada en el colegio de los salesianos, y la lectura de Robinson Crusoe, y antes de eso de Sandokán.

¿Cómo llegás al Robinson?
Nunca sé como caían los libros. Los libros aparecían. En casa no había biblioteca, ahora lo que yo sí sé es que quería tener una biblioteca. Había unos libros que se llamaban Pequeños Grandes Libros, que se diferenciaban de los libros que leían los chicos en el lomo, eran libros con lomos gruesos, los libros para chicos por lo general son grandotes y de lomos finitos. A mí me gustaban, tenían por supuesto una página escrita y una con dibujo, pero me gustaba porque parecían libros y quería tenerlos en una biblioteca. Era como si necesitara un pequeño ejército de pie. O sea que tenía una cercanía con la biblioteca previa a que tuviera una biblioteca. Me la hice hacer, una biblioteca chiquita para tener libros. De todas maneras mi relación con los libros es muy rara porque tampoco sé cómo aprendí a leer, yo entré al colegio, a primero inferior, sabiendo leer. Mis primeras lecturas son de los cinco años, más o menos. Fue antes de que me enseñaran formalmente a leer que yo aprendí a leer. Así que mi relación con los libros, con la lectura, e incluso con la escritura, es bastante extraña.

¿Y de los diez a los veinte?
De los diez a los veinte es, sin duda, “la” época pero la de cualquier ser humano. Las primeras lecturas serias, los primeros amores, la primera vez que tenés sexo. Abarca el fin de la niñez, por eso no creo del todo tampoco en las épocas porque a los diez años no empieza nada, empieza a los doce; o sea que estaría bien tener seis dedos en la mano, porque a los doce es el nacimiento del sexo, o al menos teóricamente como deseo -de pronto Sylvia Iparraguirre, la escritora y compañera desde hace casi cincuenta años de Abelardo Castillo, aparece con una bandeja cargada de tazas con café y desaparece con la misma sutileza con la que entró al living- Es probablemente la época más importante de la existencia en los seres humanos. La pre adolescencia, la adolescencia, con todo lo que eso significa, el conocimiento original de todas las cosas que luego van a ser la vida: el amor, el sexo, incluso el descubrimiento de la muerte. La muerte no se descubre en la niñez sino que se descubre en la adolescencia, cuando empiezan a morir o tus parientes o algún amigo, o algo, y la muerte ya empieza a tener un sentido ya definitivo. En la niñez es nada más que una mera desaparición. En cambio en la adolescencia ya tiene el carácter metafísico que va a tener durante toda la vida. Entre los diez y los veinte años es esa década donde, por lo menos a mí, me ocurrió todo, incluso la literatura. Las primera lecturas en serio, los primeros libros elegidos. Hace un tiempo declaré, y lo tomaron como una exageración, que en realidad los libros que había leído los había leído antes de los veinte años. Es decir, que los libros esenciales son aquellos que yo leí antes o alrededor de los veinte años. La época en que leía a Sartre, a Kafka, a Joyce, y el descubrimiento de mi propia literatura, en el sentido de querer ser escritor, quería ser poeta a los dieciséis diecisiete años. El descubrimiento de Herman Hesse, de la poesía alemana. Están todos los libros que están en mi escritorio, hay unos dos mil libros que son los que me acompañaron toda la vida, el setenta por ciento son libros míos de la adolescencia, que creo que es la edad donde se lee. Hay un error en creer que la cultura es algo que adviene al hombre con el pensamiento, con el esfuerzo; la cultura viene en la adolescencia. Cuando tenés alguna relación embrionaria con la literatura leés a Dostoievsky, o leés a Tolstoi, o leés a Flaubert, a Camus y a Sartre en la adolescencia, sin ningún esfuerzo, por otra parte. Cuando uno piensa que un libro como Lobo estepario, como Sidartha de Hesse, que son leídos masivamente por los adolescentes, son obras de un hombre muy adulto porque Lobo estepario es más o menos de los cincuenta años de Hesse, que además era un gran pensador y que además era un hombre cultísimo. Sin embargo lo leés a los dieciséis o diecisiete con toda naturalidad. O que Crimen y castigo, que es una obra de Dostoievsky en sus años posteriores a su prisión en Siberia, te das cuenta que el adolescente está como condicionado para entender casi cualquier cosa, y para comprenderla en serio, no sólo para leerla e informarse. Creo que lo que pasa en general, y esto parece una broma pero lo creo en serio, es que luego creciendo nos olvidamos de todo lo que sabíamos cuando éramos adolescentes, como si nos fuéramos volviendo idiotas con el tiempo. Entonces, todas aquellas cosas que en la adolescencia la sentías como naturales después la vida te las empieza a cuestionar y vos vas aceptando que hay que ser como los demás, que hay que trabajar para vivir, que hay que tener hijos, que hay que ser un buen empleado, que hay que andar con un portafolios por la calle, y te volvés estúpido (risas).
O sea, perdés aquel adolescente, o en algunos casos en los poetas, aquél niño en el que está la verdadera patria, sobre todo en los escritores. Esa mirada que tiene el chico frente a lo real, que es una mirada de perpetuo asombro y descubrimiento perpetuo, es la mirada que Platón le pedía al filósofo, y los filósofos son hombres que se paran frente a la realidad como si la realidad acabara de nacer, vale decir como si la tuviera que descubrir permanentemente, esa es la mirada de un chico. Y Jaspers, en un libro que se llama Qué es la filosofía, habla justamente de eso; las preguntas esenciales son las que nos hacemos en la niñez. Los poetas conservan esa niñez toda su vida, lo que no quiere decir ni que sean estúpidos ni que sean infantiles, estoy hablando de algo mucho más profundo que eso, y el escritor, sin duda, conserva esa mirada de adolescente frente a lo real, frente al amor, frente a la amistad, frente a la guerra, frente a la libertad, frente a lo comunitario, que es la mirada de su adolescencia, que le permitía leer ciertos libros que después cuando es grande tiene tendencia a pensar “bueno? son lecturas adolescentes”, cuando es grande e idiota.  Entonces, entre los diez y los veinte años yo creo que nos ocurre todo. Y hay que tener mucho cuidado de conservar esa manera en que nos ocurren las cosas, entre los diez y los veinte años para poder llegar a lo que los antiguos llamaban una persona de bien. 

Mientras vos hablabas me sentí identificado porque a Hermann Hesse lo leí cuando tenía veinte años y lo volví a leer a los cuarenta, y tuve la misma sensación mágica de haber leído el Lobo estepario.
Es muy bueno que te ocurra eso. Yo recuerdo cuando leía el Lobo estepario, tenía dieciséis o diecisiete, acababa de salir recién la edición en castellano, y yo me sentía totalmente identificado con Harry Hallen, con ese tipo con esas dos personalidades tan marcadas, porque llevo ese lobo dentro y muchos otros animales, como dice Hermann Hesse. Mucho tiempo después volví a leerlo. Seguí fascinado con la lectura del Lobo estepario en cuanto a la literatura, pero pensé cómo puede ser que a los dieciséis años me identificara con ese hombre que tiene cincuenta, porque uno ni se da cuenta en la adolescencia, y está lleno de dolores físicos, que dice que acaba de tomar unos polvillos para engañar el cuerpo, y tiene los dolores de un adulto, además de la experiencia de un adulto, aparte Hermann Hesse, un hombre de una capacidad intelectual en Alemania dentro de la literatura la podés comparar únicamente con la de Thomas Mann. Sin embargo, a los dieciséis, diecisiete, lo podías entender perfectamente, y hasta te podías sentir identificado con ese hombre de cincuenta, ¿cómo puede ser? Es porque el adolescente en realidad es capaz de eso, o cierto tipo de adolescente. Luego pasa el tiempo, lo leés a los cuarenta o a los cincuenta, y pueden ocurrir dos cosas: lo que le pasa a él, que sigue sintiéndose identificado, y deslumbrado por Lobo Estepario, o lo que no los entienden más y piensan “bueno, esto es literatura, no se puede vivir con toda la realidad”, o “no hay que tomarse las cosas tan en serio, al fin de cuentas cuando llega el fin de mes la poesía se va para los tarros”, y todo eso es la verdadera mentira del mundo real. Hay ejemplos a raudales de que se puede ser un adolescente casi infinito, uno de ellos es Bertrand Russell. Tenía noventa y tantos años y seguía siendo uno de los hombres más inteligentes del mundo, y tenía la misma actitud frente al mundo real. Es decir, estar descubriéndolo a cada momento y estar cuestionándolo a cada momento. 

¿Cómo creés que puede ocurrir que alguien de cuarenta y tantos, o cincuenta, puede haber perdido la capacidad de asombro pero a su vez tenga encendido ese fuego de la adolescencia?
Porque no perdió la capacidad de asombro. Cuando uno vuelve a enamorarse, después de la primera vez, de la segunda vez, de la tercera vez, en realidad aquello que creías la primera vez, que era único en el mundo, todo lo hemos sentido, que querer como queríamos nosotros no era posible, que aquellas cosas que estabas viviendo eran como inaugurales del mundo. Después descubrís que no es cierto, se dicen las mismas cosas, se hacen los mismos gestos. Pero, aún cuando sepas eso, no perdiste la capacidad de asombro porque las cosas sí suceden de nuevo, desde un punto de vista meramente histórico o descriptivo, pero esencialmente toda cosa ocurre siempre por primera vez. Digamos, yo he dado diez mil reportajes en mi vida, entonces podría decir “estoy harto de esto”, pero es la primera vez que estoy acá, sentado en este sillón, hablando sobre las décadas con ustedes. Vale decir, si me tomo ese hecho como el inaugural de algo esta es mi primera vez, de lo contrario no podría si quiera poner entusiasmo, estaría “ufa...otra vez el compromiso en la literatura”. Entonces, aunque no lo sepas, vivís siempre como si fuera la primera vez cosas que sabés que no son la primera vez. Porque si no no se podría vivir, no podrías volver a enamorarte. Decime, ¿vos sabés que te vas a morir? 

Esa es otra de las preguntas que te quería hacer. 
Pero vivís como si no te fueras a morir, sino no podrías leer, amar, escribir, mirar un partido de fútbol, nada, si total te vas a morir. Entonces, ¿por qué sigue vivo el ser humano y no se pega tiros, preferentemente? Porque vivimos como si fuéramos inmortales sabiendo que no somos inmortales, es tan sencillo como eso, y así es la manera que tenés de de relacionarte con el mundo. Te enamorás de una mujer a los cuarenta o a los cincuenta años, no exactamente igual, porque sí en efecto ya sucedió, pero con la misma idea, aunque sepas que eso puede ser transitorio, cosa que no lo sabías la primera vez, pero con la idea de que eso es por primera vez. Pero no digo que todo el mundo lo tenga, lo tienen ciertos tipos que se dedican a la pintura, a la música, eso seguro que lo tienen, algunos grandes filósofos que miran el mundo como si lo acabaran de inventar hace quince minutos, y que pueden pasar por encima de esa angustia terrible.
En general uno sabe que va a morir ¿no cierto?, pero Heidegger decía que uno tiene que estar preparado para la idea de que te podés morir en cualquier momento. No es que alguna vez te vas a morir, nos podemos morir todos dentro de cinco minutos. Si uno vive con esa idea, aun cuando parezca catastrófica, es lo que te obliga a hacer las cosas en serio. Hay una cosa que yo aprendí en el colegio Don Bosco. En una época del año, tenía diez años en ese momento, estaba en mi transición de mi primer a mi segunda década, se llamaban los ejercicios de la buena muerte, donde se preparaba al chico para su ascensión a los cielos, cuando le tocara. Pero la cuestión era que vos esos días los vivías como si fueras a morir en un rato (risas). Yo recuerdo que había una anécdota que era mi lema, cada uno tenía un lema, como una forma de enfrentarse ese fenómeno. Era un ejercicio espiritual que se le hacía a los chicos salesianos, y había un chico que se llamaba Domingo Sabio. A todos los chicos le preguntaban “¿Qué pasaría si te murieras dentro de una hora?”. Entonces todos decían: me iría a confesar, iría a ver a mi mamá. Si tenés ocho años es mucho más serio que decir “querría ir a ver a Boca” (risas). No es triste, hay que ubicarlo dentro de la época, del momento, y dentro de la ideología de eso. Pero Domingo Sabio, cuando le preguntaron qué haría, el no dijo que quería ir a ver a la mamá ni que se iría a confesar, el dijo “seguiría jugando”. Ese era mi lema, si me moriría dentro de media yo seguiría escribiendo, y haciendo lo mismo que hago. 

¿Es un tema de traerlo a la conciencia?
Eso no lo tenés conciente porque de lo contrario no podrías vivir, queda incorparado como quedan incorporadas las cosas que empiezan alguna vez: la generosidad, la relación con tus amigos, la relación con las mujeres. Las conductas son muy largas de explicar, y tienen fundamentos que, en general, han sido muy razonados por uno, aunque no sean razonados en sentido dialéctico de la palabra. Después ya es un movimiento natural, como caminar. Para poder caminar se tienen que poner en juego una cantidad de músculos, de acción y de acciones cerebrales, y uno camina, no anda pensando. Es como, si a mí me tiran al agua, debe hacer como veinte años que no nado, pero seguro que nado. He nadado toda la vida, de joven, entonces, hay ciertas cosas que ya están, y alguno que no nadó nunca seguramente se ahoga.

Respecto de la infancia, ¿estás de acuerdo con lo que dice Bretón en el Manifiesto surrealista que sería ese lugar casi originario al que habría que volver?
Que la infancia y la lengua son la patria, es una idea que viene por lo menos de Höldering. Rilke, ya en la Cartas a un joven poeta, le recomendaba a Franz Xaver Kappus, que cuando sienta que no tiene nada que decir, o lo ha superado la realidad, que vuelva a ese lugar que era la infancia, que ahí están todos los elementos que hacen de un lector un escritor, no con estas palabras, pero quería decir exactamente esto que te estoy diciendo. Porque volver a la infancia no es ponerse un babero, es volver a aquél asombro. Ya te digo, hay un libro de Jaspers donde cuenta cómo a una nena de ocho años se le revela de pronto la existencia. A todos se nos ha revelado la existencia, decir “existo, yo existo”. Algo que nos parece tan natural. Y Descartes, que era una persona bastante seria y bastante formada en esas lides del pensamiento, llegó a la conclusión de que existía porque pensaba, y que si pensaba era porque existía. Y este tipo de problemas están planteados a través de una nena, cómo de golpe encuentra que existe ella y que existen los demás. Ahora bien, en ese momento empezás a pensar en un sentido casi heideggeriano, es decir, yo existo pero ese televisor existe, y ¿cuál es la diferencia entre mi existencia y la de ese televisor? Pero yo recuerdo cuando nace el hijo de Rafael Barrett, un gran escritor anarquista español que vivió en Argentina y en Paraguay, un hombre casi santo. Estaba muy contento con el nacimiento de su hijo y, de pronto, cuenta cómo él iba paseando con el chico y el chico le hace una serie de preguntas que lo tenían totalmente trastornado porque iban como hacia el fondo de la cosa. Aparece una vaca y el chico le pregunta al papá: “¿quién es esa vaca?” ¿Qué contestás vos con un chico que te dice ?quién es esa vaca?? porque estamos con un problema de identidad. ¿Una vaca es un quién? ¿Si no es un quién, qué es una vaca? Es decir, por qué la vaca no es y yo sí. Entonces, por supuesto, Rafael Barrett con toda su inteligencia no se la pudo contestar.

Quizás esas grandes preguntas de los filósofos, tal vez son grandes porque no tienen respuestas.
O tal vez la tienen. Me parece que uno las tiene que buscar, hay una respuesta para cada uno, no hay una respuesta genérica. No es lo mismo, por ejemplo, que nosotros nos preguntemos “qué es la nieve”, o que se pregunte “qué es la nieve” un lapón. Para un lapón la nieve es una cosa totalmente distinta, es como su modo de ser en la realidad. Tiene como veinticinco palabras, para hablar de la nieve, no una sola. 

Poco después de los veinte, usted ya era todo un escritor...
Entre los veinte y los treinta aparece Abelardo Castillo. A los veintidós escribo El otro Judas, que fue la primera obra que publiqué, pero aparecen los cuentos de Las otras puertas, gano el concurso de Casa de las Américas con Las otras puertas; fundo dos de las tres revistas literarias que de alguna manera me significan, una fue El grillo de papel, que la fundé a los veinticuatro años, la otra fue El Escarabajo de oro, que a causa de la prohibición estatal a El grillo de papel tuvo que salir con el nombre de Escarabajo de oro un año después, a los veinticinco; es también la época en que escribo Israfel, y gana el premio en París; la época en que se monta acá, hecha por Alfredo Alcón, con un éxito bastante considerable, y esa época termina con, probablemente, el momento más trascendental en lo personal para mí. Aún cuando de los diez a los veinte tuve mi gran amor, que aparece en los diarios como Betina, y que en el '60 tuve una mujer, Delia, que me acompañó durante ocho o nueve años, a fines del '69 aparece en mi vida Sylvia (Iparraguirre), y desde entonces hasta hoy, pronto van a ser cincuenta años, sigue en mi vida Sylvia. Quiere decir que, por decirlo con suavidad, me ocurrió todo. Además lo que tal vez sea el problema decisivo de mi vida, pero dio lugar a un libro, que también fue decisivo para mi, El que tiene sed, es la época de mi alcoholismo. Yo fui alcohólico, o tal vez lo soy como dicen los alcohólicos, para uno alcohólico nunca dejás de serlo, sos una especie de alcohólico recuperado. Yo no tomo hace cuarenta años, pero mi relación con el alcohol empieza entre los veinte y los treinta años, y termina recién cerca de los cuarenta. O sea, que para darte una idea clara de mí, y tendríamos que pararnos ahí, a los treinta años. Después todo lo demás es nada más que el desarrollo de un señor que se llama Abelardo Castillo, que escribió otros libros pero que ya había escrito los libros esenciales, que había sacado las revistas, había conocido a Sylvia y que básicamente es la misma persona, con algunos años más hoy, que la que está acá sentada, conversando con ustedes. 

¿Qué otras cosas te fueron marcando a partir de ahí?
El hecho trascendental para mí, en sentido positivo, fue cuando dejé de beber; la escritura de Crónica de un iniciado y El que tiene sed. El otro es el Castillo de la literatura, casi que lo podés detectar en cualquier entrevista o en mis libros. Lo demás, a partir de los cuarenta años, que sería la cuarta década, esa cuarta década está hecha, sobre todo, de la segunda y la tercera, de mi adolescencia y entre los veinte y los treinta. Lo otro es esto que soy, por supuesto, tal vez con menos pelos, con más achaques, con menos ganas de contestar entrevistas (risas). No soy muy distinto a cuando tenía treinta y cinco, admito con naturalidad, la vejez, la falta de esfuerzo, pero sigo haciendo las mismas cosas. Sigo levantándome a la misma hora, a las dos o tres de la tarde, escribo de noche, leo todo lo que puedo, y a veces me duele la cadera, que antes no me dolía o si me dolía no me interesaba, pero básicamente no he progresado mucho desde los cuarenta hasta ahora (risas).

¿Y pero qué, a partir de los cuarenta, fue una puesta a prueba de lo que fueron los cuarenta años anteriores?
Algo así, pero algo así creo que es la vida. Y haber descubierto que intuiciones que tenía eran ciertas. Que había que ser el mismo tipo a los cuarenta que a los veinte, a los sesenta que a los treinta, y a los ochenta igual que toda la vida, de lo contrario sos un mentiroso.

Le cambio de tema, Abelardo. Respecto de la escritura, ¿usted cree que es posible enseñar a escribir o es algo que ya viene adquirido?
Tengo la sospecha de que ya viene, no sé si la escritura, sino cierta sensibilidad que es lo que te permite mirar el mundo de otro modo. A los pintores, músicos, a los grandes arquitectos, o escultores, por ejemplo, y también a los escritores y a los poetas, pero que no está específicamente orientado en una dirección cuando eso se inicia. No es nada raro encontrarse con escritores que han hecho música o que les gusta mucho la música, que han pintado o que pintan. Hay grandes escritores que además han sido excelentes dibujantes. Lorca, por ejemplo, en nuestro tiempo. Hermann Hesse era un excelente pintor de acuarelas. Vale decir, que hay como un origen en el cual todas esas posibilidades están dadas. Que es la época donde tanto te daría hacer una película como sacar fotografías, y hay un momento en tu vida en que eso se encamina en una dirección, por las razones que sea, que yo las ignoro. En cuanto a enseñar a escribir, es imposible. Nadie puede enseñarle a a otro a escribir. Primero porque a lo sumo podría enseñarle como escribe él. Lo que, además, al otro prácticamente no le sirve para nada, porque lo que vos tenés que escribir, lo tenés que escribir vos, no de acuerdo a mis pautas. Yo te puedo explicar cómo escribo un cuento y cómo se me ocurre, pero a vos se te puede ocurrir de otra manera. Yo por ejemplo, hasta que no tengo el final no me siento a escribir un cuento, pero Cortázar decía que nunca sabía dónde iba a parar ¿Quién tiene razón, Cortázar o yo? Hasta yo tengo la tendencia a pensar que Cortázar, pero Poe decía todo lo contrario. Entonces ahí pienso: “Poe tenía razón, menos mal porque está más cerca de mí”. Pero cuál es el proceso creador nadie lo sabe, y lo que yo puedo explicarte es mí proceso creador. Ahora bien en ese sentido, los talleres no sirven para nada. Son un engaño total. En general, como decía Isidoro Blaisten, el gran cuentista argentino, un tipo con un gran sentido del humor y muy amigo mío, sirven para pagarle al psicoanalista. La moda ahora de que hasta los escritores se psicoanalizan, yo nunca, con algo lo tenés que pagar. Como la literatura no da para tanto, entonces, poné un taller literario y con eso le pagás al psicoanalista.

Nombraste a Blaisten y me acordé del prólogo que escribiste en la colección Los Recobrados que editó Capital Intelectual ¿Por qué creés que hubo en la literatura argentina todo un canon de escritores que quedaron olvidados para las editoriales?
Eso ocurre ya en todas las literaturas del mundo. Tenemos una relación tan grande con lo inmediato que lo que no ocurrió hace diez minutos creemos que no ocurrió, y no importa qué es lo que ocurrió, lo que importa es que haya ocurrido hace diez minutos. Un ejemplo de esos son los diarios. No importa qué sucedió sino que esté la noticia de último momento. La noticia de último momento puede ser la muerte del Papa, una corista que se acostó con un chancho, un tipo que le robó los anteojos a la madre y los empeñó, una violación, o un premio nobel. No importa el nivel. Qué ocurrió no importa, pero ocurrió a último momento. Entonces, escritores como Kordon o como Benito Lynch no son de último momento dan la impresión que no existen, pero esos no existieron nada más que para los que no tienen la menor idea de lo que es la cultura y lo que es la literatura. Porque sí existieron y van a quedar. Del mismo modo que algunos leen a Cervantes o leen a Shakespeare o leen a los griegos, esos escritores se van a seguir leyendo. 

Finalmente, el ajedrez ¿cuándo apareció?
El ajedrez apareció en la niñez; sino aparece en la niñez no aparece nunca. Tendría ocho o diez años cuando empecé a mover las piezas. Después dejé de jugar porque me insumía mucho tiempo, a los dieciocho años. Cuando se hizo el Mundial Juvenil de ajedrez, yo me clasifiqué en mi zona, para el que ganó (Oscar) Panno, y ahí decidí que no jugaba más. Muchos años después volví a jugar porque me tentaron mis amigos de San Pedro, y ahí decidí que tenía que ganar el torneo mayor de San Pedro. Era una especie de berretín que me había quedado de la adolescencia. Lo gané y seguí jugando algunos torneos, y también un día dejé porque se transforma en lo esencial. Freud, por ejemplo, que era un muy buen ajedrecista, dijo que tenía que abandonar el ajedrez porque de lo contrario no iba a hacer nunca nada de su vida. Es el más hermoso de todos los juegos”.

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