La reina negra de los rusos

por Revista Cítrica
13 de febrero de 2015

Sentado en un bar de Palermo, Benedicto De Bonis nos regala otro de sus cuentos fantásticos.

Me senté a tomar un café en Libros del Pasaje y noté que...

...había mucha más gente hoy que en otras oportunidades. El pasillo parecía ensancharse desde Thames hasta la pared de grafitis que emerge tras el sillón. La multiplicidad de razas era evidente. No había un idioma preponderante pero sí material de sobra para narrar alguna situación memorable. Pero eso suele dificultar más de lo que ayuda. Mi indecisión radicaba en que si optaba por una mesa seguramente me arrepentiría por no haber elegido otra. Bajé la vista para tratar de que mi oído sirviera de guía para la selección final y al mirar el tramado del piso supe que no estaba buscando una mesa sino cuáles serían las piezas en juego sobre ese ajedrez de baldosas.

Me entusiasmó la idea de elegir qué clientes serían los actores de una inusual partida. Obviamente el sujeto de rasgos congoleños del fondo era el rey de las negras. En el otro extremo, próximo a mí, había una pareja que no podía ser otra que el rey y la reina de las blancas. En el medio de la escena estaban los caballos, las torres, los alfiles y los peones sumidos en la defensa de sus respectivos reinos.

El mozo, un caballo negro, avanzó un tramo hacia adelante y luego decidió hacer un casillero hacia su derecha para traer la cuenta y deshacerse de un peón blanco, que más bien era una torre o un alfil porque el joven de delantal negro retrocedió por donde atacó sin lograr su objetivo. Las blancas corrían con ventaja porque el congoleño parecía haber perdido a su reina, una pieza de incalculable valor en este juego.

Me divertía ser el titiritero de esta partida de ajedrez. Todo era entretenido hasta que entre tanto murmullo vagando en el aire escuché unas voces en un idioma difícilmente reconocible. Supuse que podía ser ruso y parecía provenir de las alturas. De pronto empecé a escucharlas con más nitidez y más cercanas. Entonces el miedo se apoderó de mí porque tomé conciencia de que ésta vez las voces se convertían en mi guía llevándome a pensar que esta era una partida de ajedrez entre Karspov y Kasparov y yo era una pieza más de su apasionante juego; un simple títere en el teatro de los maestros rusos y ni siquiera sabía a qué reino pertenecía. Del miedo pasé a la crisis de identidad. De ser Dios pasé a ser una víctima mortal del montón ¿Estarían razonando así las demás piezas? porque todos parecían muy seguros del rol que cumplían en ese juego.

Las blancas me habían engañado. La reina era una torre porque fui testigo del enroque de la pareja, alternando estos sus lugares. La partida me tenía desorientado porque ya no la dirigía yo. Todos éramos piezas y no respondíamos a ningún género. Era parte de una estrategia de guerra y ni Karspov ni Kasparov me la habían explicado.

Noté que era una de las pocas piezas que no se habían movido en el tablero lo que me hizo preguntarme si sería necesaria mi presencia para la partida. Me tranquilizó pensar que cualesquiera que fueran mis movimientos no serían en realidad obras mías por lo que no sufriría tanto las consecuencias de mis actos. Se lo adjudicaría a alguno de los Kpovs. De todos modos decidí revelarme y mostrar mi autonomía. Al ver que el rey congoleño cada vez estaba más aislado porque sus peones alrededor habían dejado libres sus casilleros opté por lo más fácil. Soy de las blancas, venzamos a las negras y terminemos la partida de una vez. No pensaba moverme de mi mesa y me reusaba a que cualquier espía ruso osara obligarme a participar de su guerra fría. 

Cada vez había menos piezas. Peones y alfiles se iban comiendo unos a otros. El rey negro estaba desprotegido; los casilleros cada vez más vacíos; el jaque mate era inminente. La persona que interrumpía el vínculo directo con mi rey blanco se retira comido por la mesera de delantal negro que también abandona el juego. El rey negro estaba solo en el fondo. Quedamos la torre, mi señor y yo. Giré para ver si el monarca del Congo se daba por vencido pero él me miraba con la serenidad propia del que sabe que no puede cambiar el destino y por ello se relaja. Creo que entendió que mis ojos delataban mi traición por adherirme cobardemente al bando más fuerte.

Mi rey blanco se recostó sobre el hombro de su torre. Caído en el tablero entregó la partida sin resistencia. ¿Cómo fue posible si éramos tres piezas contra una sola e indefensa? Ahora me queda todo claro; por más que creí volver a ser dueño de mis actos fue uno de los rusos quien, desde su Olimpo, decidió no moverme nunca porque yo era su reina negra estratégicamente ubicada, acechando al que creí, era mi rey.

Jaque mate.

 

“... sentarse a tomar un café es también sentarse a observar una historia”

 

Benedicto De Bonis

benedictodebonis.blogspot.com.ar

 

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