Por los cielos del norte

por El Diario del Centro del país
26 de diciembre de 2013

Protegido por cerros, el pintoresco pueblito ofrece algunos de los paisajes más espectaculares de Argentina: Iruya, en Salta.

Un burro. Sí, un burro mira con ganas de nada al puñado de visitantes que se acerca a la iglesia. Está al borde de la cornisa, apenas protegido por una baranda. Los paisanos que por ahí andan hablan apenas más que el cuadrúpedo. El cuero tostado, los ojitos achinados, caminan arrastrando el paso, al ritmo que le marcan los cerros. Al fin y al cabo es el cuadro el que tiene el poder. Majestuosidad en forma de montañas inmensas, fantasía de roca. 

Esto es Iruya. Un pueblito encajado en los cielos de Salta, a 2.800 metros de altura sobre el nivel del mar y a 300 kilómetros de la capital provincial. Casi al límite con Jujuy (el municipio más cercano es Humahuaca), la comuna brinda algunas de las postales más impresionantes que Argentina pueda mostrar. Y ofrece vida, la de un modesto millar y medio de habitantes que respira alejado de las corridas. De los modos de la Pampa Húmeda, del sistema de prisas que hace dar volteretas a la gente. No, aquí las cosas son bien distintas. Basta con verle la cara al burro.

Paredones de frente
Las sierras de Santa Victoria son las que mandan por estos pagos. Montañas que rodean a Iruya de cerca, como protegiéndola. De allí lo sublime del escenario. Con la iglesia atrás, se aprecia la verticalidad del asunto. Los paredones están ahí nomás, multicolores. Y abajo (muy abajo), casitas formando filas para subir las laderas.

 Adobe y piedra desafían la condición física de sus moradores, que sobre el particular la saben lunga. También abajo pasan los ríos Colanzulí y Milmahuasi, poca el agua que acarrean al surcar el estrecho valle. Pero de esos menesteres nos ocuparemos después.

Ahora es tiempo de patear las callecitas, muy pintorescas con su talante colonial. Piedras al suelo y casas de desgastados muros. Tímidos y pocos los vecinos que andan, casi todos descendientes de indígenas. Se meten al almacén, van a charlar con la dueña del comedor, tragan un trozo de pan casero, tejen un pulóver. Hay veces que el paseo hace chocar al viajero con el cerro, de frente. Entre él y el muro de roca hay precipicio. En los fondos, un corral con chanchos y cabras. 

Con el sol, que está cerquita y quema, la brújula lleva hasta plaza La Tablada. Ropa tendida en las viviendas linderas, niños jugando con los cachetes paspados. Mulas y vacas atadas a los postes, algunas sueltas. El colorido revoloteando. Y siempre, pero siempre, las cumbres observando.

Hacia San Isidro

Tras la exploración del pueblo, queda la aventura. Hará falta descender donde el valle mismo y emprender la caminata. Son unas dos horas de marcha surcando la aridez de esta región perdida del norte argentino. A veces hace falta la gambeta para sortear el río y mirar mucho para absorber la magia del ambiente. La quebrada habla, a veces con el viento, otras con el vuelo de algún cóndor. Los ranchos y corrales, contados con los dedos de la mano, apenas tiñen el aislamiento. 

Así seguirá el camino, cerros de un lado y cerros del otro, hasta la llegada a San Isidro. Escaleras arriba, la aldea vive excluida del mundo. O al menos ésa es la sensación que le brota a quien la ve ahí, solita y sola y le vagabundea el plano. Entonces, se puede volver a Iruya o continuar el diálogo con las serranías y buscar el caserío de San Juan (dos horas más de peregrinaje). Qué importa. A esta altura del partido, cualquier rumbo es el bueno.  

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