El Papá Noel de los perros de Colegiales (II)

por Revista Cítrica
25 de enero de 2015

Tiene 42 años. Es publicista, diseñador gráfico y diagramador web. Hace más de una década que trabaja por su cuenta. Este Doctor Jeckill, cambia cuando desaparece el sol. Algunas noches, no todas, toma su bicicleta, algo de comida y sale a darle de comer a perros callejeros. Una historia extraña en una ciudad extraña. Segunda parte de la crónica.

No tiene hijos. Dice que anda noviando hace un tiempo con una chica que vive en Villa Ortúzar (periodista de un diario muy conocido) y apenas unos años menor que él. Entonces, cuando deja de trabajar, José toma su bici, compra -o pide- comida y sale a alimentar perros callejeros. Así de sencillo y a la vez poco usual. Llena un par de botellas con agua y parte. Afirma que es apenas un paseo, altruista quizá, pero una suerte de terapia, para despejar la mente y a la vez ayudar a sus amigos perrunos.

-¿Y esta otra vida que llevás? ¿Cómo la definís? ¿Cómo hacés para explicarla?

-No sé si hay mucho que explicar. Lo hago porque tengo ganas y porque ellos también precisan que alguien tenga ganas de ayudarlos. Simplemente cargo comida y arranco. A veces me cruzo varios y la comida se me acaba rápido. Otras veces vuelvo con una alforja casi sin tocar. Además, por qué no lo haría. Es mejor que andar charlando con gente en bares snobs donde pareciera que les gusta pagar una cerveza a 80 pesos. Para mí hay cosas que son inmorales, y esa es una de ellas. Pero bueno, no importa.

-¿Cómo es eso?

-No, dejá. No tiene sentido.

José se fija la hora en su teléfono de última generación. A veces lo usa para trabajar, fuera de los horarios que se auto impone cuando pasa largos ratos frente a su computadora. Refriega su frente de transpiración en medio de una noche que agobia. Parecía que iba a llover, y que nos iba a impedir la entrevista, pero finalmente no ocurrió. Por un momento callo. Prefiero no abrumarlo con preguntas. Siento que le molesta contestar algunas cuestiones. Mientras, le ofrezco un cigarrillo. Tras negarse, decido no fumar y vuelvo a preguntarle.

-¿Te llevás mejor con los animales que con los seres humanos?

-Definitivamente. Lo que me gusta de ellos es la simpleza, la sencillez, la incondicionalidad, sobre todo de los perros. Son cualidades que difícilmente puedas encontrar en las generaciones de humanos actuales. Están absorbidos por un sistema perverso que los muele a palos a diario, y los termina sumiendo en un estado de estupidez inconmensurable. Y hay tantos detalles al respecto que podríamos pasarnos noches enteras hablando de esto. Y no sirve de nada. Porque el ser humano no quiere cambiar el sistema en el que vive; seguro que no. Le gusta que sea así; se vive quejando, pero en el fondo le gusta.

Por un lado, José parecía un tipo que le escapaba a todo eso que no le gusta y desprecia. Sin embargo, él también formaba parte de ese desdeñado sistema. Una contradicción, al menos a simple vista. Parecía ser una suerte de quejoso que combatía a un sistema al cual seguía perteneciendo.

Pausa a los análisis sociológicos. A lo lejos, otro perro errabundo asoma su silueta entre los árboles. Parece de color negro, pero de noche todo es color pardo, mortecino. José comienza a silbarle para llamar su atención y al rato, el se nos acerca. Es gris, con manchas blancas. Más afable que el anterior y con algo más de desfachatez, casi que se nos tira encima. “A este ya lo conozco. Hace varios meses que anda por acá. Con los perros es así: te hacés amigo una vez, y es para siempre. Es hermoso”.

Mientras José lo sustenta con unas rodajas de pan y algo de alimento balanceado comprado por la tarde en una veterinaria, trato de preguntarle de la mejor manera posible, el hecho de la dicotomía anterior. Esa que se produce a la hora de compatibilizar en una misma mente ese rechazo ante la sociedad de consumo, y al mismo tiempo ser publicista, diseñador y partícipe directo como eslabón de ese sistema socioeconómico reinante en el capitalismo de las últimas décadas.

(continuará)

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