DIARIOS DE BICICLETA 5

por Revista Cítrica
05 de diciembre de 2012

Lectores, amigos, primos, novios, ex novios y otros parientes nos cuentan, en primera persona, su experiencia con la bicicleta como medio de transporte alternativo para unir distancias cortas, medianas y largas. Texto y foto: Belén Iannuzzi

La primera vez que anduve en bici tenía seis años y vivía en Ushuaia. Entre los chicos del barrio se había corrido la noticia de que había llegado un barco de China. Solían llegar barcos de países extraños a la isla, entonces, se organizaban rápidamente excursiones para conocer a los visitantes e intercambiar caramelos o galletitas por algún billete o moneda raros. Esa vez, la excursión saldría a las 8 de la mañana en punto de la esquina de mi casa. Como mi hermano mayor y yo no teníamos bici allá, las hermanas alemanas (¿o eran suizas?) que eran nuestras vecinas nos prestaban una a cada uno. Pero había un tema: eran bicis sin rueditas. Yo, con tal de no perderme la aventura, no dije nada, pero no sabía andar sin rueditas. Así fue que un poco ayudada por mi hermano y otro poco por Valérie, di mis primeros pedaleos en equilibrio en el fin del mundo.




Cuando volvimos a Buenos Aires, la bici bajita con rueditas que me esperaba en el balcón del departamento de la calle Zapiola me parecía algo del pasado, digno de hermanos menores. Entonces, ayudada por mi papá y por mi abuelo Toni, comencé a andar el camino de la Aurorita propia: era roja y heredada. Iba de casa a la tintorería y, a veces, hasta la plaza de Belgrano, al lado de la calesita.




Después vino la adolescencia, las vacaciones en el sur, alquilar bicis para la montaña y pedalear, con respeto, por el ripio. De regreso: ¿qué querés para tu cumple? Quiero una montain bike. Y, bueno, sí, debo confesarlo: tuve una montain bike en la ciudad, con cambios y todo, que usaba, más que nada, para pasear los fines de semana por el río y hacer de cuenta que los edificios eran montañas.




En un momento, empecé a viajar seguido a Lobos, a visitar a un amigo. Andábamos en bici de acá para allá: al parque, a la laguna, a comer, a hacer pic nic, al centro. Ahí fue cuando hice el clic y entendí que la bici podía ser también un medio de transporte y no sólo de paseo. Aunque había un tema: animarse a salir con el corcel metálico por Buenos Aires. Porque una cosa era pedalear por Lobos o de vacaciones por la vieja Europa, tan simpática con el ciclista, pero otra, respirar hondo y tomar derecho avenida Santa Fe. Pero me animé, porque pedalear, para mí, es estar viva. Ahorré y me compré la bici de mis sueños: una inglesa, verde, con timbre de heladero (¡la envidia de Alan Pauls!). A trabajar, a yoga, a terapia, a la casa de mis amigos, la bici es mi nave espacial, mi caballo zaino.




Buenos Aires no es aún una ciudad amigable con el ciclista -entre tantos sujetos con quienes la ciudad no es aún amigable-: por lo general, los taxistas se enojan cuando ven un ciclista, los colectiveros también -se enojan es: te tiran el móvil encima-, los motoqueros nos hacen el aguante, pero todavía falta mucha educación vial para que entendamos que los ciclistas somos actores en el ballet alocado del fluir de tránsito diario.




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