De minero a poeta

por Maxi Goldschmidt
30 de julio de 2016

Elige vivir en el desierto y prefiere alejarse del mundo intelectual pero sus libros se devoran en 19 idiomas. Una incursión a la fantasía del escritor chileno Hernán Rivera Letelier.

Nada, no había leído absolutamente nada. Tenía dieciocho años, hacía tres que trabajaba en una mina y el único paisaje que conocía era el desierto chileno. Hoy tiene sesenta y dos años y sus libros se venden por miles en diecinueve idiomas distintos.

“Nada, no había leído absolutamente nada –enfatiza Hernán Rivera Letelier–. Desde muy pequeño me gustaba mucho el arte. La escultura, la pintura, el cine, la música. Practicaba el dibujo, me encantaba pintar y amanecía pintando cuando era muy niño. Me crié en un campamento minero, muy chico, de tres calles. En el desierto de Atacama, en la salitrera donde viví cuarenta y cinco años. No conocía más que la pampa. Pero a los dieciocho me rebelé. Yo iba al cine a ver las películas y de pronto en los noticiarios que se daban allí aparecían las imágenes del movimiento hippie, el amor libre. Con dieciocho años yo quería estar ahí. Así que renuncié a la empresa, me fabriqué una mochila y me fui a caminar. A hacer la revolución de las flores”

 ¿Y hacia dónde caminaste?

Adonde fuera, donde me llevaran. Hacía dedo en la calle. Anduve errando entre cuatro, cinco años. Y en esta andanza descubrí que lo mío era la escritura, que en verdad llevaba un poeta dentro. Fue en una playa, una vez, muerto de hambre, con otro compañero hippie que me encontré en la carretera. Este tipo se había robado una radio portátil. Estábamos escuchando música una noche, fumándonos un caño. Y de pronto para la música y empieza un programa, Sólo para románticos. El locutor explica que los oyentes podían mandar sus poemas, se leían algunos poemas por noche, y el sábado se premiaban a los tres mejores poemas de la semana. Yo nunca había escrito un poema. Bueno, hasta ahí no le hicimos mucho caso, estábamos en otra. Pero cuando empieza a decir los premios, que para el tercer lugar había dos entradas para el cine, para el segundo un libro a elección en una librería, y para el primer lugar un vale para dos cenas en el hotel El morro; yo te juro que escuché la palabra cena y bajaron las musas del Olimpo. Me dije, “yo puedo hacer un poema, yo me gano este premio”. Tenía un cuaderno en la mochila en el que pegaba algunas cosas: postales y banderines de los pueblos por los que pasaba, fotos de muchachas que iba conociendo por ahí. Tomé el cuaderno y me puse a escribir un poema. Antes de ponerme a escribir, me acuerdo que le dije a mi socio: “¿Quiere ir a cenar el domingo al hotel El morro? Voy a escribir un poema”. Y escribí un kilométrico poema de amor, por supuesto, acordándome de una novia que había dejado en la pampa. Gané ese premio, esa cena, y no paré nunca más de escribir. Todo comenzó así, con ese poema. Cuatro páginas de un tirón, sin corregir una sola palabra. Ahora yo corrijo setenta veces.

¿Cuál fue el primer gran libro que leíste?

No conocía a los escritores grandes. Lo más intelectual que había leído hasta los dieciocho años, eran las Selecciones del Reader’s Digest. Me crié en una casa en la que no había libros. Mis padres eran evangélicos, no se compraban ni libros, ni revistas, ni diarios. Pero estaba la Biblia, y a la Biblia sí me la había leído toda, como novela, como cuento, como fábula. Y después de esta andanza en la que gané ese premio, me dije, “tengo que leer algún poema”. Recuerdo que nos pusimos a limpiar autos en la plaza, junté unas monedas, me fui a una librería y compré un libro de Pablo Neruda. Pero me equivoqué, porque decía “Poesía y estilo de Pablo Neruda”. Yo pensé que eran poemas, y lo compré sin abrirlo. Después me puse a leer y era un ensayo sobre la poesía de Neruda, de Dámaso Alonso. Un ensayo cabezón, y no entendía nada. Lo único que podía leer eran los versos que el tipo citaba ahí. Guardé ese libro y me demoré como cuatro años en entenderlo. Así empecé.

¿Cómo fue el paso de la poesía a la novela?

Ese paso se demoró como veinte años, se fue dando solo. No fue nada premeditado. Fue inconsciente. Andaba en las andanzas y de repente, con el golpe de estado en Chile, el 11 de septiembre de 1973, ya no se pudo andar más. Me volví a trabajar a la mina, pero ya escribiendo. Escribí poesía durante catorce, quince años. Y de pronto empecé a ver que mis poemas me salían muy anecdóticos, como narrativos. Incluso con final como de cuento, con una vuelta de tuerca. Entonces un día hice el experimento de pescar un poema de estos y escribirlo hacia el lado (horizontalmente). Hacía más efecto como cuento que como poema. Y me entusiasmé y empecé a escribir hacia el lado. Escribí cuentos durante cuatro años. Cuentos muy cortos. Media página, una página, dos páginas. Cuentos de dos líneas. Y recuerdo que una tarde, mientras volvía de la mina en un bus, mis compañeros venían secos durmiendo y yo venía creando. Me acordé de un caso que me había contado un viejo de la mina un tiempo atrás, y dije, “acá hay un cuento, mínimo de veinte páginas”. Todo un reto para mí. Llegué a mi casa y me puse a escribir. En una semana ya había cubierto veinte páginas y todavía estaba empezando. A las tres semanas llevaba treinta páginas, a las cuatro semanas, cuarenta, y a la página cuarenta y cinco dije, “esto es novela”. Entonces la paré, ya pensando en una novela, y después de cuatro años salió La Reina Isabel cantaba rancheras. La historia con la que empecé a escribir, aquella que me había contado el viejo, quedó afuera. Fue una cosa increíble.

¿Qué te pasó al conocer a los escritores consagrados, te sentías un par, te daba vergüenza?

Siempre me he sentido como un impostor, como que le estoy usurpando el puesto a alguien. Fijate que es tan así, que casi no tengo amigos escritores. Yo me quedé siempre viviendo en Antofagasta, en el norte, en el desierto. Voy a Santiago tarde, mal y nunca y cuando voy, hago lo que tengo que hacer y vuelvo rápidamente para el norte. Entonces casi no me junto con los escritores.

¿Es un gremio difícil?

Complicado. Aunque estoy a mil kilómetros de distancia, igual me llegan piedrazos y cuchillazos. El mundo intelectual de mi país no me quiere. ¡Ellos, que se creían una elite, y de pronto, que aparezca un obrero semianalfabeto, sin título, que escriba y que lo publiquen! Como que no conciben que un obrero tenga un mundo interior tan rico como ellos o más, que un obrero pueda escribir como ellos o mejor que ellos. Pero lo que más les molesta, es que un obrero venda más que ellos.

¿Qué le dirías a un joven que escribe, que quiere ser escritor, que tiene inquietudes literarias?

Cuando empecé a escribir, yo ansiaba conocer a alguien para mostrarle mis poemas. Nunca tuve con quien conversar sobre poesía ni mostrarle lo que escribía. No sabía cómo eran los escritores. Incluso, cuando era más niño, yo pensaba que todos los poetas estaban muertos. Que un tipo que escribiera de esa manera, era imposible que sudara, que sangrara, que cagara. Para mí, eran como ángeles. Después, cuando los conocí, me di cuenta de que eran unos hijos de puta igual que yo. Yo soy lo menos intelectual que puede haber. Soy un práctico más que un teórico. Y estoy convencido de que al joven que está empezando a escribir y que va a ser escritor no hay que darle consejos, porque él, contra viento y marea, aunque lo critiquen y encuentren malos sus poemas, si realmente vino a este mundo para eso, va a ser poeta, escritor o pintor, o lo que sea a costa de todo. Al que no va a ser artista, ni el consejo del más grande le hará efecto. Lo que debiera hacer un joven que escribe o que está empezando a escribir, es leer la biografía de los escritores. Darte cuenta ahí, que lo que viene es pesado, duro, que no es fácil. Que los grandes escritores han llegado adonde están porque se han sacado la cresta. Han pasado hambre, han sido vilipendiados. Y eso ayuda un poco, te da ánimo. Te cuento una anécdota. Cuando yo escribía poemas me preguntaba, “¿cómo voy a ser poeta si me demoro tanto en hacer un poemita de cinco líneas? Pues yo pulía, corregía y me demoraba mucho. Y de pronto en una revista veo que hay un reportaje sobre un soneto de García Lorca. Aparecían 20 versiones de ese soneto. “Pucha, si García Lorca se toma el trabajo de hacer 20 versiones de ese soneto, qué me queda a mí, pensé”. Y me sentí aliviado. Yo pensaba que los poetas se inspiraban y salía todo

¿Qué buscabas cuando corregías tanto tus poemas?

La belleza en su esplendor. Incluía la musicalidad del verso, la belleza de la palabra, la imagen o la idea que quería expresar. He aprendido que en realidad lo que uno busca es la belleza, busca la perfección, la obra maestra. Cada vez que me siento a escribir una novela me siento a escribir mi obra maestra. “Ahora sí que viene”, me digo. Sé que no va a venir porque no existe la obra maestra ni la perfección, porque somos imperfectos. Pero lo que nos queda a los artistas es acercarnos en cada obra un poquito más a la belleza, a la perfección, rasguñar la entretela de la belleza. Pobre del que llegue, porque se deshace, se muere, explota.

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