Argentina, un país prendido fuego

por Revista Cítrica
Fotos: Euge Neme
22 de julio de 2023

¿Por qué el país arde, a lo largo y ancho de su territorio, desde los bosques patagónicos al monte cordobés, pasando por los humedales rosarinos? ¿Cómo podemos defendernos de este humo que no nos deja respirar? Compartimos la introducción del libro "Argentina en llamas. Voces urgentes para una ecología política del fuego", que acaba de lanzar Editorial El Colectivo e incluye artículos publicados en Cítrica.

Por Marina Wertheimer y Soledad Fernández Bouzo, coordinadoras del libro. Las fotos que acompañan el texto fueron tomadas por Eugenia Neme durante los incendios que afectaron a la Comarca Andina en 2021.


Escribimos esta introducción en Buenos Aires, durante un marzo inusual, con 41 grados de sensación térmica. Culminamos este libro atravesando la ola de calor más prolongada de la historia argentina, sobre todo para la zona centro y este del país.

Entre sofocos, nos enteramos de que este ha sido el verano más cálido desde 1906 y de que, también, será el menos caluroso de lo que resta de nuestras vidas. La falta de lluvias, además, produjo una sequía histórica que, según informan los titulares de los principales diarios del país, ha generado pérdidas millonarias para los productores de soja y de maíz. La sequía –sumada a factores como el cambio climático y la multicausalidad antrópica de la bajante histórica del río Paraná– viene generando la sucesión de incendios más grande de la que se tenga memoria.

Pero no es un fenómeno exclusivo de Argentina. 

En 2020 ardían Australia, California y Siberia, en regiones que tuvieron su peor temporada de incendios en veinte años. En 2019, el mundo se estremecía ante las imágenes de la quema simultánea y coordinada en distintos puntos de la selva amazónica que tenían, como denominador común, extender la frontera agrícola y ganadera. Mientras el humo cubría grandes ciudades como San Pablo y Río de Janeiro, se viralizaba el hashtag #PrayforAmazonas y Greta Thumberg sentenciaba: “nuestra casa está en llamas” (1). El saldo fue la quema de 2,5 millones de hectáreas del Amazonas (Greenpeace, 2019) (2).

Cuando arrasa el fuego, las comunidades afectadas también pierden hogares, pertenencias, cultivos, ganado y mascotas. A veces, a sus seres queridos (humanos y no humanos). Con ello, parte de su presente, de su historia y de su identidad. 

La deforestación del Amazonas tiene consecuencias para el régimen de lluvias en otras zonas. En efecto, el 19% de las precipitaciones que caen anualmente en la cuenca del Plata se originan por la humedad de la selva amazónica que se dispersa hacia el sur (Maretti, 2014; FARN, 2020). Esto influye, a su vez, en el sistema hidrológico del Gran Chaco y del sistema de humedales de los ríos Paraguay y Paraná. El descenso de los niveles de estos ríos desde 2020 es de los mayores en los últimos 100 años, y va de la mano de la modificación del régimen de incendios.

En nuestro país, el fuego alcanzó cifras récord en los últimos meses. Solo en 2022, se contabilizaron más de 700 mil hectáreas (ha) afectadas por el fuego, más del doble que en 2021 (3), pero considerablemente menos que en 2020, cuando la superficie alcanzada fue mayor a 1 millón de ha (SNMF, 2023).

En 2022, la provincia con mayor superficie incendiada fue Salta, con 126 mil ha quemadas. Le siguieron San Luis, con 121 mil ha, y Corrientes, con 89 mil. Durante 2021, la provincia más afectada había sido Córdoba, con más de 300 mil ha prendidas fuego. En varias ocasiones, la capital provincial quedó tapada por columnas de humo y lluvias de cenizas que hacían arder los ojos y dificultaban la respiración, componiendo escenas cuasi apocalípticas.

Otro dato que ilustra la gravedad de esta oleada de incendios es que se vieron afectadas áreas tradicionalmente “húmedas” de las provincias de Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos, particularmente en la zona de humedales. En el Delta del Paraná, entre 2020 y 2022, se incendiaron cerca de 600 mil ha. En marzo de 2020, mientras el resto del país se resguardaba en sus casas ante la irrupción de la primera ola de contagios de COVID-19, el humo proveniente de las islas penetraba los hogares de la ciudad de Rosario y dejaba a sus habitantes sin aire y sin lugar para refugiarse ante la llegada del virus y de los humos tóxicos.

Tampoco el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) escapó a los incendios arrasadores. El año pasado se detectaron focos en la Reserva Natural provincial Santa Catalina, en Lomas de Zamora; la reserva Isla Verde, en El Palomar; y la Reserva Natural de Laferrere, en La Matanza. A comienzos de 2023, se prendía fuego la Reserva Ecológica de Costanera Sur, en el mismísimo centro porteño.

En un contexto de fuerte sequía y desmonte para ampliar la frontera agropecuaria, cualquier chispazo es, en potencia, un incendio incontrolable.

Si desde la ciudad la naturaleza suele ser percibida como una entidad lejana de la que vivimos alienados buena parte del año, eventos como las nubes de humo de pastizales quemados en el Delta sobrevolando Buenos Aires ponen en cuestión la posibilidad de seguir con nuestra negación ecológica, expresión que refiere al mecanismo cognitivo colectivo por el cual naturalizamos y elegimos desentendernos de eventos climáticos y ecológicos extremos (4). Si los problemas ambientales parecían no cuestionar nuestra identidad o seguridad como sociedad, el olor a quemado que sentimos al traspasar el umbral del hogar, el enrarecimiento del aire en los espacios abiertos y los atardeceres color naranja fosforescente reflejo del fuego, nos hacen oler, ver y palpar hasta qué punto nuestro accionar sobre el planeta se está haciendo sentir, incluso contra nosotros mismos (5).

El humo se volvió tan ubicuo que ya es una variable más que nos informa el servicio meteorológico, junto a la temperatura o la probabilidad de precipitaciones. Pero el fuego perturba nuestras vidas cotidianas también en formas más espectaculares, como cuando el 1 de marzo pasado un incendio de pastizales en la localidad de General Rodríguez –donde se encuentran varias líneas de alta tensión– provocó un apagón masivo en el país, en el que casi 20 millones de personas de diferentes provincias quedaron sin electricidad durante horas. Que este fuego también esté siendo investigado como doloso, le otorga un tinte siniestro a una realidad ya de por sí suficientemente asfixiante.

La intensidad y extensión de los incendios por todo el mundo condujo a autores como el norteamericano Stephen Pyne a sostener que estamos viviendo un piroceno. Esta noción refiere al legado de los seres humanos en el planeta y a cómo su accionar estaría creando una era del fuego equivalente a la era glacial (Pyne, 2022). Este concepto se basa en la idea de antropoceno –popularizada en 2000 por el científico Paul Crutzen– que califica la fase geológica actual como aquella de mayor impacto antrópico y destructivo sobre el planeta, en la cual las emisiones de dióxido de carbono, la elevación del nivel del mar, la contaminación causada por los plásticos y la deforestación, entre otros factores, estarían dando por terminado el Holoceno y abriendo una nueva fase geológica.

Si bien, como señalan Svampa y Viale (2020), el concepto funciona como una suerte de “categoría síntesis” que permite el diálogo entre distintos actores e, incluso, entre distintas disciplinas, consideramos necesario entender la dinámica de degradación ambiental de los últimos dos siglos como un proceso social e histórico complejo. Conceptos como el de capitaloceno (Moore, 2015) permiten comprender que el principal responsable de la destrucción del mundo natural no es “la humanidad toda”, sino aquella fracción pudiente que controla los medios de producción.

Solo en 2022 se contabilizaron más de 700 mil hectáreas (ha) afectadas por el fuego, más del doble que en 2021, pero menos que en 2020, cuando la superficie alcanzada fue mayor a 1 millón de ha.

En este debate, otros autores han propuesto el término de ecocidio (6) para dar cuenta del avance del daño ambiental sobre la sociedad mundial y sobre la vida en el planeta. Desde nuestras latitudes, el movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir propone hablar de terricidio (Millán, 2019), como síntesis de todas las formas violentas que el sistema desarrolla para atacar la vida. Según Moira Millán, lideresa weychafe del pueblo mapuche, dentro del concepto de terricidio  están contemplados el ecocidio, el epistemicidio, el genocidio, el feminicidio; es decir, todas las maneras en las que la vida de los pueblos y de la naturaleza es arrebatada. A través de esta noción, las mujeres indígenas denuncian el proceso de arrinconamiento y destrucción que sufren en la actualidad las formas de vida indígenas, incluidas su cultura, espiritualidad y relación con los territorios sagrados. Desde una perspectiva anticolonial, antipatriarcal y anticapitalista, la lucha contra el terricidio significa, para este colectivo de mujeres indígenas, llevar adelante una serie de acciones que conviertan al concepto en una categoría con la que se pueda juzgar y condenar a los sectores dominantes que lo provocan.

Dicho esto, nos preguntamos ¿qué se pierde con cada incendio?

Los incendios forestales de gran envergadura e intensidad, como los que vimos expandirse en los últimos tres años en nuestro país, afectan a los ecosistemas y a la biodiversidad, a la capacidad de reproducción de la flora y la fauna. Aumentan el nivel de carbono en la atmósfera, lo que contribuye al calentamiento global, a la variabilidad del clima y a una mayor ocurrencia de eventos climáticos extremos. A su vez, la pérdida de la cobertura vegetal afecta a las dinámicas hidrológicas y acelera la erosión de los suelos.

Cuando arrasa el fuego, las comunidades afectadas también pierden hogares, pertenencias, cultivos, ganado y mascotas. A veces, a sus seres queridos (humanos y no humanos). Con ello, parte de su presente, de su historia y de su identidad. Los terrenos se desvalorizan, quedan más expuestos a riesgos y sus dueños se empobrecen, tal como ilustra Julieta Quirós en Eco-etno-cidios de la vida rural en campo cordobés. Por un ambientalismo inclusivo de lo humano (en este volumen), capítulo centrado en el caso del Valle de Traslasierra, provincia de Córdoba. Algunos pobladores deben abandonar sus tierras o venderlas a precios viles y migrar a la ciudad, empeorando el signo expulsivo del campo a la ciudad que agudiza las problemáticas de desigualdad en el acceso al hábitat y de hacinamiento en las periferias de las ciudades.

Los incendios arrasadores dejan pérdidas invaluables. Como se interroga la escritora y periodista Gabriela Cabezón Cámara en el relato Yo vi morir (incluido en este libro) al ver el desastre que dejaron los incendios en Corrientes: “Dentro de la lógica de mercancía en la que se sume todo, ¿el dolor cómo cotiza?, ¿dónde entra?, ¿cómo se calcula la pérdida, el duelo?”. En este tono, la comunicadora y habitante de la Comarca Andina, Gioia Claro, en su relato Memorias del fuego patagónico (también en este libro) reflexiona sobre las pérdidas materiales y simbólicas que dejan los incendios, y sentencia: “no hay justicia que nos devuelva lo que perdimos”.

Cuando los impactos del fuego se manifiestan en incendios fuera de control, las tareas desarrolladas por las mujeres se intensifican, al verse urgidas a desplegar fuerzas protectoras que garanticen un mínimo de supervivencia y de sostenibilidad de la vida.

 

Fuegos ancestrales y extractivismo incendiario

A los incendios deliberados suele seguir un cambio de usos del suelo. Tierras con bosque nativo que, al perder su “valor de conservación”, dejan de estar amparados por la Ley de Bosques, cambian de estatuto legal y pueden ser explotados para fines productivos, turísticos, inmobiliarios. En un contexto de altos precios de los commodities agrarios y de un desarrollo basado en el agronegocio, la quema intencionada en áreas rurales y boscosas sirve para extender este sistema productivo a regiones extra-pampeanas. En zonas periurbanas, para proyectos de urbanización, desarrollo de infraestructura, expansión inmobiliaria y, también, para el turismo (7).

El fuego a gran escala es funcional al extractivismo. Este proceso refiere a la intensificación, a partir del siglo XXI, de la explotación de grandes volúmenes de recursos naturales que se exportan en calidad de commodities. Si bien la región latinoamericana siempre tuvo una inserción en el mercado mundial como exportadora de materias primas, este concepto nos permite entender la dinámica de acumulación actual, basada en la amplificación de procesos de despojo territorial y en una mayor presión sobre los bienes naturales, que en el nuevo milenio ha adoptado características particulares (Gudynas, 2015; Svampa, 2016; Wagner, 2020). Algunas de estas características son la profundización de nuestra inserción subordinada al mercado internacional; la reprimarización y extranjerización de la economía; y la consolidación, en suma, de un modelo de producción agroindustrial basado en el monocultivo, altamente demandante de nutrientes, de agua, y dependiente de sustancias químicas para garantizar el control de especies. Algunos de los elementos de esta matriz extractiva pueden observarse crecientemente también en las ciudades, cuando el suelo urbano se vuelve un campo de renta, la gestión pública abre paso a la participación privada, y el capital financiero marca las reglas del juego, replicando los procesos de desposesión (8).

El avance de la frontera extractiva se vale, pues, de la generación de incendios a gran escala. Pero aquí es preciso hacer una aclaración. Como señalan Brián Ferrero, Bibiana Bilbao y Adriana Millán en “Sin fuego no hay isla”. Los usos del fuego en el delta superior del río Paraná (en este libro), no es lo mismo un incendio, una quema o un fuego. En el caso que estudian, las islas del río Paraná, la quema de campos o bosques ha sido una práctica tradicional que realizan campesinos para cocinar, para calentarse, para generar humo y espantar insectos; también para limpiar, de modo acotado y circunscripto, algún pajonal cercano a la vivienda (9). Sin embargo, en un contexto de fuerte sequía y desmonte para ampliar la frontera agropecuaria, cualquier chispazo es, en potencia, un incendio incontrolable. Podemos afirmar, entonces, que otra de las cosas que se han perdido con esta oleada ígnea es la posibilidad, para muchas familias campesinas, de continuar con sus prácticas tradicionales de uso del fuego sin ser señaladas, perseguidas y sancionadas.

 

Incendios y pandemia: dos caras de la “extracción” del derecho a la salud

Sobre la pregunta acerca de qué se pierde con cada incendio, queremos señalar un último aspecto: con los incendios, también perdemos salud. Los humos emanados por el fuego incluyen sustancias cancerígenas. Tras los incendios que afectaron a la ciudad de Rosario y alrededores en 2020, se encontraron concentraciones de partículas tóxicas en el aire en valores cinco veces superiores a lo permitido (Gabellini, 2020). Mientras el gobierno nacional nos exhortaba a quedarnos en casa para no sobrecargar el sistema de salud en el marco de la pandemia, las salitas, hospitales y clínicas de Rosario se vieron desbordadas de consultas por afecciones respiratorias, molestias oftalmológicas, irritabilidad y mareos (Verzeñassi, 2020).

Si algo nos mostró la pandemia es que el cuidado de la salud humana va de la mano del cuidado de los ecosistemas y de las condiciones de producción. Los efectos destructivos del modelo extractivista tienen cada vez más impacto en los procesos de salud-enfermedad-muerte y generan un malestar cada vez mayor en nuestras sociedades (Breilh, 2010; Borde y Torres-Tovar, 2017). Como muestra Delia Ramírez en el capítulo Plantaciones forestales en Misiones: un ejército en llamas, el arrinconamiento –o cercamiento de los comunes (Federici, 2020)– se expresa en la asfixia que experimentan las comunidades cuando un paisaje de plantaciones es impuesto por la industria agroforestal, en la misma medida en que se agravan los déficits en servicios básicos, incluidos los recursos para enfrentar el fuego.

Previo a la pandemia, en 2019, un informe emitido por la Plataforma Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (IPBES) destacaba, entre otras cuestiones, que el impacto humano sobre el planeta estaba llevando a que, entre 540 y 850 mil virus de origen zoonótico, tuvieran potencial para “saltar” a la salud humana y transformarse en virus dañinos, tal como sucedió con el COVID-19. Si bien la pandemia ha sido inédita en su escala, no se trató de un hecho aislado, sino que ha sido un evento provocado por un cambio climático reiteradamente señalado (IPCC, 2018) y por un deterioro acelerado de la biodiversidad (Díaz et al., 2019; ipbes, 2019) que se combina con una desigualdad social y concentración de la riqueza crecientes, tanto entre países como al interior de cada uno de ellos (Díaz et al, 2020). Como corolario, el grupo de científicas y científicos nucleado en el ipbes ha destacado que ya no es posible pensar la salud humana, la de los ecosistemas y la sanidad animal de manera fragmentada, sino que es necesario y urgente adoptar el enfoque de “una sola salud” (10).

Durante las primeras semanas de cuarentena, en Argentina creímos estar ante una especie de “Estado social de emergencia” que, si bien improvisado y limitado en su alcance, daba pasos firmes hacia el fortalecimiento de un sistema de salud desguazado por décadas de neoliberalismo. Sin embargo, centrado en un aspecto meramente sanitario del cuidado, muy pronto vimos desvanecerse la ilusión del “Estado que nos cuida”, mientras este redoblaba la apuesta por el extractivismo (11), callaba frente al avance de los incendios, reglamentaba el pago de la deuda externa y confirmaba la sujeción a un modelo que enferma, sofoca y mata.

En el contexto actual, con plazos venideros de pago al fmi, el margen para cuestionar este modelo extractivista como única vía posible de ingreso de divisas se reduce, y nos empuja a tomar una posición integral en contra del capitalismo depredador que financiariza y mercantiliza cada espacio de nuestras vidas.

Escrito con la urgencia de los territorios ardientes, "Argentina en llamas" invita a pensar los incendios desde la ecología política, tal como indica la frase popularizada por muchos de los colectivos nacidos al calor de la destrucción ígnea: “Todo fuego es político”.

 

Los incendios vistos con gafas ecofeministas

Esta ola de incendios también nos mostró sus impactos diferenciados en cuanto a desigualdades sociales, brechas de género y discriminaciones raciales. Las diversas maneras de relacionarse con el fuego –así como los diversos modos de combatirlo– pueden comprenderse mejor a partir de los conceptos y nociones de la ecología política feminista latinoamericana, la economía feminista y el ecofeminismo crítico.

Amaia Pérez Orozco (2014), posicionada desde la economía feminista, señala que asistimos a un momento histórico marcado por el conflicto capital/vida. Esto quiere decir que la recuperación de las tasas de ganancia del capital se da mediante un ataque feroz a nuestras condiciones de vida. Pero esto no impacta a todos los sectores de la sociedad por igual, sino que, en una sociedad heteropatriarcal en la que la división sexual del trabajo determina que las mujeres y colectivos feminizados deban responsabilizarse por los trabajos reproductivos, las llamadas “externalidades negativas” de las actividades extractivas –que muchas veces impulsan los incendios y destruyen los bienes comunes de la naturaleza (es decir, los costos socioambientales no contemplados en el cálculo costo/beneficio)– recaen mayormente sobre el colectivo de mujeres y cuerpos feminizados, empobrecidos, racializados (Fernández Bouzo, 2022).

Las voces apremiantes de este libro nos hablan de manera más o menos directa sobre los usos e impactos diferenciados del fuego. El capítulo mencionado de Ferrero, Millán y Bilbao refiere a los modos en que la división sexual del trabajo y del espacio hace que las mujeres, de modo típico y tradicional, utilicen el fuego en el espacio doméstico de forma controlada, sea para cocinar, calefaccionar, espantar insectos, o incluso hasta para quemar basura. Dicho modo se distingue de los usos que despliegan los hombres isleños, quienes suelen provocar las quemas en el marco de los espacios que son considerados de mayor peligro y/o para uso productivo, vinculados con el trabajo en el campo.

Asimismo, cuando los impactos del fuego se manifiestan en incendios no intencionados pero fuera de control –o provocados por sectores que buscan el avance de las fronteras extractivas– las tareas desarrolladas por las mujeres se intensifican, al verse urgidas a desplegar fuerzas protectoras que garanticen un mínimo de supervivencia y de sostenibilidad de la vida (12), en un contexto de amenaza ígnea para la salud colectiva. En efecto, se trata de tareas y responsabilidades que suponen una sobrecarga de cuidados para estas mujeres, pues, cuando el fuego acecha, los procesos destructores que producen malestar en la población impactan en primera instancia sobre los cuerpos de las personas más vulnerables que ellas suelen cuidar: las infancias, las personas enfermas y los adultos mayores.

Además, tal como destaca Florencia Yanniello en el capítulo Arden los bosques andino patagónicos. Incendios, cambio climático y acceso a la tierra, los trabajos de cuidado feminizados no se circunscriben solo a la atención de la salud humana, sino que también implican iniciativas para la remediación de los bosques, una vez que el fuego ha sido “combatido” (13) por la fuerza de trabajo masculinizada que predomina en las brigadas. Algunos testimonios volcados en el capítulo señalan que, pese a que las mujeres participan en las iniciativas de remediación y educación ambiental en torno a los bosques, son pocas las involucradas en el diseño de los planes de acción de manejo del fuego y, menos aún, las que se desempeñan como bomberas o brigadistas. Con relación a lo anterior, para el último 8M, la brigadista forestal Yeni Villafañe, en una publicación de Facebook –que es recuperada en este libro– denunciaba: “Históricamente, el ámbito de los incendios está relacionado con la institucionalidad patriarcal, pero hace un tiempo que eso está cambiando. LO ESTAMOS CAMBIANDO”.

Adicionalmente, cuando las sequías se imponen en los ciclos perniciosos de incendios-sequías-inundaciones, se torna difícil garantizar el acceso al agua y también aquí las mujeres aparecen como protagonistas de la defensa del agua y de su gestión. Por eso no resulta extraño notar que las mujeres misioneras –como señala la contribución mencionada de Delia Ramírez– en las siestas soleadas laven la ropa de sus familias en los arroyos, buscando aprovechar los momentos en los que no hay sequía, a costa incluso de su propio descanso. Sofía Zaragocín ilumina este fenómeno diferenciado de involucramiento de las mujeres en problemáticas vinculadas con el agua cuando reflexiona sobre la categoría cuerpo-territorio –acuñada por los feminismos comunitarios indígenas de Abya Yala (Cabnal, 2016)– e introduce la noción de agua-cuerpo-territorio para señalar que “el cuerpo, como primer territorio ontológicamente conectado con el agua alcanza otra dimensión de territorialidad” (Zaragocín 2018: 13).

Acaso la defensa de los humedales y la lucha por la sanción de una ley consensuada que los proteja sea una de las más grandes expresiones de la noción agua-cuerpo-territorio de nuestros tiempos. Tal como señala Melisa Argento en el capítulo ¡Que nos dejen respirar! La expansión del conflicto socioambiental en Rosario y la re-territorialización del “común” río-islas-delta-humedal (2020-2021) la problematización pública de los incendios en Rosario ha reconfigurado el territorio río-islas-delta-humedal, según una lógica relacional donde salud y ambiente se han ligado a la defensa de lo común. Lo intolerable de no poder respirar frente a la amenaza de las quemas de pastizales intencionales a manos del sector agroexportador y del sector inmobiliario, en medio de una pandemia por la enfermedad respiratoria COVID-19, ha decidido en la conformación de nuevos agrupamientos sociales. Entre ellos, se destacan Río Feminista y Red Ecofeministas del Litoral, colectivos que recuperan las voces de las mujeres que viven en el Delta del Paraná, y que bajo la consigna “Somos humedal” han confluido junto a otros actores sociales (partidos políticos, sindicatos, universidades, etc.) en la red organizativa Multisectorial por los Humedales que, entre otras iniciativas al calor de las llamas, ha creado la primera Brigada Regional de Defensa de los Humedales.

Llegados a este punto, nos preguntamos ¿qué hacemos frente al capitalismo incendiario (o pirómano)?

 

Todos los fuegos y el manejo del fuego

Las acciones para prevenir y frenar los incendios por parte del Estado nacional y de los Estados locales han sido contradictorias y erráticas.

En 2013 se creó el Servicio Nacional de Manejo del Fuego (SNMF), ente encargado de la coordinación de los recursos requeridos para la prevención, alerta y combate de incendios forestales. Tras un período de subejecución presupuestaria bajo el gobierno de Cambiemos, en 2022 se incrementaron los fondos para el manejo del fuego en términos reales (descontando la inflación).

Con el aumento de la superficie e intensidad de los incendios, a fines de 2020 el Congreso modificó la normativa de manejo del fuego para impedir, durante un plazo de 60 años, el cambio de usos del suelo en superficies boscosas que hayan sufrido incendios, buscando así “desalentar” prácticas extractivas.

El colapso ecológico que estamos viviendo nos impide seguir refugiándonos en la comodidad del hogar, porque esa comodidad ya no existe. Con un calor sofocante, sin luz, con humo filtrándose por las ventanas y plagas de trips invadiendo la ciudad, no nos quedan islas felices dentro de este sistema brutal.

Pese a este andamiaje legal, el presupuesto general para el combate a los incendios sigue siendo insuficiente y, según el presupuesto para 2023, los recursos caerían un 35% (Gardel, 2022). Por otra parte, el dominio que tienen las provincias sobre los bienes naturales presentes en sus territorios limita el poder de acción de las agencias centralizadas, hecho que genera superposiciones y falta de articulación entre organismos gubernamentales vinculados con la detección y el combate de los incendios (FARN, 2021, 2020).

En general, el Estado, en sus distintos niveles, tolera –cuando no apoya– la expansión de las actividades productivas en nuevos territorios (en pos de aumentar exportaciones e ingreso de divisas), lo que genera condiciones permisivas para la proliferación de los incendios.

La omisión estatal y la connivencia en los territorios se traduce tanto en la falta de medidas para la prevención, como en un poder de policía muy acotado para controlar a los responsables, así como en el desborde de los cuarteles de bomberos, y en la escasez de recursos para disponer de aviones hidrantes y agentes de combate. Como muestran Mariana Schmidt y Malena Castilla en su contribución El fuego que emerge del agronegocio. Apuntes al calor de los incendios de bosques nativos en las provincias de Chaco y Salta, Argentina, los mismos funcionarios provinciales encargados de la prevención y reducción de desastres depositan sus esperanzas en la llegada azarosa de la lluvia como único agente capaz de controlar el fuego, dejando muchas veces su propio rol en un lugar desdibujado y subsidiario.

Con las llamas avanzando cerca de sus casas y los bomberos que demoraban en llegar, muchas personas salieron a combatir los fuegos, la mayoría de las veces sin herramientas, sin formación o con pocos conocimientos previos. Como nos muestra Joaquín Deon en el capítulo Organización social ante los desastres incendiarios del capital en las sierras cordobesas, de esas experiencias espontáneas en provincias como Córdoba se ha consolidado una treintena de nuevas brigadas comunitarias nucleadas en la red Creando Brigadas, la cual plantea una novedosa expresión de accionar colectivo, autoformación y autocuidado. Primero con lo que tenían, hoy con más conocimientos y equipos, las nuevas brigadas forestales trabajan codo a codo con bomberos, guardaparques y lugareños. Desde una de estas brigadas explican:

aprendimos a hacer perímetro, a usar el chicote, a buscar zonas seguras y a leer mapas y vientos. Conseguimos elementos de seguridad, ropa adecuada y mochilas de agua, gracias al aporte de donaciones de las comunidades y la sociedad que elige sostenernos (La Tinta, 2020).

El fuego a gran escala es funcional al extractivismo. Este proceso refiere a la intensificación, a partir del siglo XXI, de la explotación de grandes volúmenes de recursos naturales que se exportan en calidad de commodities. 

 

La apuesta por una ecología política del fuego desde las praxis ecofeministas en los territorios

En este libro, titulado Argentina en llamas. Voces urgentes para una ecología política del fuego, quisimos aportar elementos para el necesario debate sobre la oleada de incendios más arrasadores de nuestra historia. El colapso ecológico que estamos viviendo nos impide seguir refugiándonos en la comodidad del hogar, porque esa comodidad ya no existe. Con un calor sofocante, sin luz, con humo filtrándose por las ventanas y plagas de trips invadiendo la ciudad, no nos quedan islas felices dentro de este sistema brutal. Tal como nos enseñan las praxis de los ecofeminismos que emergen desde los territorios, asistimos a un momento histórico en el que, más que nunca, se hace evidente la interdependencia entre humanos y la ecodependencia de la humanidad respecto de los bienes comunes de la naturaleza para alcanzar la subsistencia (Herrero, 2013). Está en juego, ni más ni menos, que la capacidad para regenerar nuestras vidas de manera que sean vidas dignas de ser vividas.

Argentina en llamas incluye ocho casos de estudio, siete en Argentina y uno situado en los departamentos de Santa Cruz y Beni, en Bolivia. En Negocios que arden. Incendios forestales y agroexportaciones en Bolivia, Marielle Cauthin nos muestra cómo los agronegocios, el extractivismo, los incendios y el despojo no se limitan al ámbito local, sino que son fenómenos que se extienden más allá de las fronteras nacionales para volverse regionales. A partir de estas contribuciones, de crónicas, de relatos breves, de una poesía escrita “con humo y cenizas” –parafraseando a Sol Altamira, de la Brigada Forestal Colibrí– y contenido que activistas, brigadistas y organizaciones han compartido en redes sociales (y que recogimos y volvemos a publicar aquí), este libro busca interpelar al lector con un abanico más o menos amplio de formatos textuales y de diversas imágenes provistas por los/as autores/as y colectivos participantes.

Escrito con la urgencia de los territorios ardientes, Argentina en llamas invita a pensar los incendios desde la ecología política, tal como indica la frase popularizada por muchos de los colectivos nacidos al calor de la destrucción ígnea: “Todo fuego es político”. Décadas atrás, la ecología política nos propuso entender los daños ambientales y sus consecuencias para las distintas comunidades en el marco de las relaciones de poder que revisten las disputas por el acceso, el control, la gestión y la distribución de los bienes naturales. Hoy, una ecología política del fuego en clave ecofeminista debe tomar la devastación ambiental que dejan los incendios como un terreno político y como un campo de acción crítico.

Por último, nos toca la ardua tarea de explorar lo que el fuego nos deja en términos de acción colectiva, camino ya iniciado por movimientos urbanos y feministas, por las luchas campesinas e indígenas, así como por las resistencias contra la crisis climática lideradas por las nuevas generaciones (como los Jóvenes por el Clima Argentina, también presentes en este libro). Es tiempo de exigir –como vienen haciendo los colectivos nucleados en el frente Arde Córdoba y sistematiza Joaquín Deon– que “donde hubo fuego, el monte vuelva y que la gente se quede”, y de ensayar nuevos modos de existencia en común, poniendo a la sostenibilidad de la vida toda en el centro del debate.


REFERENCIAS

(1) En paralelo, el expresidente brasileño, Jair Bolsonaro, expresaba ante la onu su voluntad de priorizar el crecimiento y desarrollo económico sin considerar dentro de la ecuación la cuestión ambiental.

(2) Además, según los últimos datos divulgados por el Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales (INPE) de Brasil, la deforestación marcó un nuevo récord durante el primer semestre de 2022, arrasando con casi 4 mil kilómetros cuadrados de selva, cifra que representa un 10% por ciento más que el mismo período del año anterior. En lo que va del siglo XXI, Brasil ha perdido cerca de 30 millones de hectáreas de bosques, de los cuales un 8% corresponden a bosques y selvas de la Amazonía (Instituto Brasileño de Geografía y Estadística, IBGE).

(3) Ese año, según datos aportados por la Administración de Parques Nacionales (APN) al Sistema Nacional de Manejo del Fuego (SNMF), la superficie involucrada fue de más de 326 mil hectáreas.

(4) En el libro El colapso ecológico ya llegó (2020), Maristella Svampa y Enrique Viale recuperan trabajos como los de Naomi Klein y Naomi Oreskes y Erik Conway para analizar el derrotero de los diferentes negacionismos relacionados con las problemáticas ambientales y sociosanitarias; entre ellos, el negacionismo climático.

(5) Eventos como los incendios –así como otros grandes desastres climáticos– también cuestionan la posibilidad de seguir pensando la naturaleza como algo inerte y exterior al ser humano, característica fundante de la cultura occidental colonial-moderna, que siempre ha mantenido una división férrea entre la “cultura” y aquello que denominamos “naturaleza”.

(6) En Argentina, el término tuvo cierta repercusión cuando la periodista francesa, Marie-Monique Robin –directora de El mundo según Monsanto (2008)– y la científica y activista ecofeminista india, Vandana Shiva, dieron a conocer la acción que estaban llevando adelante en 2016 frente a los Tribunales Internacionales de La Haya. Dicha acción buscaba que se reconociera como ecocidio el impacto negativo que tiene para la salud ambiental la producción de cultivos transgénicos con agroquímicos, apuntando a que dicho término emergiera como una nueva figura legal con potencial para condenar la violación de los derechos humanos y la naturaleza.

(7) Acerca del vínculo extractivismo-turismo-incendios, Mariano Pagnucco, en su crónica Que se prenda fuego el mundo mientras pueda sacarme selfies (publicada en este libro) reflexiona: “el turismo también es saqueo ambiental si se realiza sin conciencia o con puro ímpetu extractivista: llegar, consumir, descansar e irse, aunque se prenda fuego todo el decorado natural”.

(8) Sobre el extractivismo urbano e inmobiliario invitamos al lector a consultar: Pintos y Astelarra (2023), Rolnik (2021) y Vásquez Duplat (2017); todos publicados por la editorial El Colectivo.

(9) Las poblaciones campesinas e indígenas practican quemas desde los tiempos coloniales a fin de “limpiar” superficie para destinarla al cultivo. En general, estas se realizan en pequeños lotes, con pausas y rotación de terrenos.

(10) Para tal efecto, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), la Oficina Internacional de Epizootias (OIE), el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (pnuma) y la Organización Mundial de la Salud (OMS), recientemente han firmado un plan de acción conjunto –llamado, justamente, Una sola salud– por el cual se comprometen a “coordinar por igual todos los sectores responsables para el abordaje que requieren los retos sanitarios en la interfaz entre los seres humanos, los animales, las plantas y el ambiente” (FAO et al., 2022).

(11) El primario extractivo fue de los pocos sectores de la economía que no se detuvo durante el período de cuarentena, dado que las fumigaciones y actividades vinculadas con la producción, distribución y comercialización agropecuaria, forestal y minera fueron consideradas “esenciales”.

(12) Con el término “sostenibilidad de la vida”, la economista feminista Amaia Pérez Orozco (2014) refiere al sostenimiento de las condiciones de posibilidad de vidas que sean dignas de ser vividas.

(13) Las comillas introducidas aquí tienen el sentido de destacar la apreciación que se esboza en el capítulo mismo respecto de la jerga bélica que suele utilizarse en las brigadas para el manejo del fuego. “Combate”, “ataque”, “frente”, “foco”, son palabras que se usan frecuentemente en distintas instancias en las que se socializa a los varones, por intermedio de las instituciones de nuestras sociedades heteropatriarcales.

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