A fuego lento

por Lautaro Romero
31 de marzo de 2017

Los trabajadores de la cooperativa Acoplados del Oeste nos abrieron las puertas, a un mes del desalojo en la ex Petinari, en Merlo. No piensan levantar campamento hasta recuperar la planta. Maltratos y abusos del patrón, a la orden del día.

El 10 de marzo fue la primera visita, de tarde. Un apretón de manos y la cordial invitación a entrar en la carpa blanca, a mitad de una partida de truco. Entre guiños, muecas y besos con picardía, características señas; se notaban miradas nobles que por momentos olvidaban lo lúdico y se tornaban tristes. Pero que al rato volvían a contagiar júbilo y esperanza, al escuchar un chiste de lo más ocurrente, esos que abundan en los grupos de trabajo, justo en el quiero vale cuatro y la carta ganadora que luce magnífica en la frente. Miradas capaces de hacer pasar el mal trago y aliviar los dolores de espalda en las noches de insomnio. Los trabajadores de la cooperativa Acoplados del Oeste llevaban una semana de acampe frente a la fábrica ex Petinari, en Merlo.

Siete días habían pasado del desalojo, sin oposición posible, ante un operativo aparatoso con más de 600 policías, que ordenó el Juzgado de Garantía nº 2 de Morón, con el objetivo de restituir la planta a sus antiguos dueños. La interminable espera y la fe estaban depositadas en el 17 de marzo, el día en que el juez debía expedirse. Los Petinari se bajarían de la pelea por la quiebra y 120 laburantes, entre ellos los 64 que integran A.D.O, recuperarían la planta como hace dos años. Por fin se resolvería el problema, la patronal les pagaría los 60 millones de pesos que adeuda entre sueldos, aguinaldos y aportes. Y principalmente volverían a producir. Pero no pasó: el juez postergó la respuesta hasta mayo. Y la lucha sigue. Para ellos y para los vecinos: porque para la gente de Merlo es fundamental que la fábrica esté en marcha, y mediante la autogestión, genere nuevos puestos de trabajo. Reclutar gente con voluntad, con ganas de hacer. Mano de obra calificada o no calificada. No es lo importante.

“Luchamos para generar trabajo, repartir las ganancias y no llenarnos los bolsillos. Es la base de las cooperativas. Trabajas entre compañeros, te cuidas. El trabajo no es selectivo, sino colectivo”. Al recibirnos durante el segundo encuentro, Hugo se hace escuchar más allá de la noche del 21 de marzo. Y en definitiva de todo lo que hay alrededor: los aullidos de lobezno del Negro, el perro guardián que forma parte de la resistencia. Más allá de los bondis, que con su impetuoso andar soplan y castigan la carpa ya raída. Es probable que salga disparada por los aires y se pierda en la ruta 200. Pero no, sigue ahí. Firme. Optimista, como Hugo.

Hace cuentas y asegura haber estado a cargo de los controles numéricos, y tener 25 años de antigüedad en la empresa. Pertenece a la vieja camada, la que aportó sudor y lágrima antes de que Petinari e Hijos ganara prestigio en el mercado de los acoplados, bateas y contenedores. “Llegué cuando la empresa tenía tan solo un tallercito con 34 empleados en Padua”, dice. Lejos estaba de ser el monstruo que es hoy sobre avenida Ricardo Balbín 2951, con galpones enormes y un predio que cubre 16 hectáreas. “Sufrimos la pérdida de un compañero por estar todos amontonados. La fábrica cerró 15 días. Nos mudamos cuando venció la habilitación. Nos dijeron que acá íbamos a estar mejor, que era la tierra prometida, el paraíso”, recuerda Jorge, mientras pide la sal y revuelve el pollo con real dedicación. El humo del disco de arado le da de lleno en la cara, por eso entrecierra los ojos ya vidriosos. En ese momento de zozobra alcanza a ver el auto destartalado que reposa más allá del portón de la ex Petinari: “Mira lo que es ahora”.

Ni las rayas ondulantes en la pantalla, ni tampoco el zumbido del televisor son impedimento para sentarse, ver fútbol y compartir un plato de comida caliente, como en familia. Mario troza el pollo con igualdad, con el mismo tacto que tuvo para poner su micro a disposición, ese que descansa por la causa frente a la fábrica, y que los compañeros de Acoplados del Oeste usan para dormir cuando lo permite el cuerpo. Su sobrino, Jorge, es el presidente de la cooperativa. “He vivido momentos difíciles junto a ellos. En estos años han recibido trabas y amenazas por parte de la empresa. Es un país impune. Los Petinari esperaban que ellos se fueran con la colita entre las piernas, pero aguantaron acá afuera porque quieren recuperar su fuente de trabajo. Son buenos trabajadores, muy capaces”, sostiene Mario.

“La organización vence al tiempo y a los Petinari”, es el mensaje de uno de los vecinos que sirve de inspiración en un papel, y es palabra mayor en esta carpa. Aguantar, resistir. “Estamos tranquilos porque nos asiste el derecho. Técnicamente la empresa está a poco de quebrar y no va a poder operar porque no ha homologado códigos con los trabajadores, ni con el Estado”. Elocuente, Francisco Martínez capta la atención de muchos. Manteca, como lo llaman, se sumó a la causa casi por instinto. La experiencia lo pone en lugar de referente, fundamentalmente por lo conseguido en Textiles Pigué: una de las mayores empresas recuperadas que desde 2004 funciona como cooperativa. “Hay viabilidad en el proyecto: Acoplados del Oeste ya cuenta con personalidad jurídica. Es excelente depender de lo que uno hace. Estamos a disposición de los compañeros, inmersos en esta política nefasta, esta cacería de ajuste y devaluación”, denuncia Manteca.

Algunos -como César- disfrutan trabajar de noche. Tal vez sea la razón por la cual elige quedarse de sereno, no vaya a ser cosa que en un descuido los patrones les saquen las máquinas y les vacíen la planta. Pero a otros, como a Hugo, se les hace más duro acortar la noche: “Es bravo. Hay muchos compañeros que no pueden venir porque tienen la necesidad de trabajar. Igual nos acompañamos. Mucha gente se acerca porque se siente identificada con nuestra situación. Al principio se nos hizo muy mala propaganda, después nos empezaron a escuchar, a tal punto que hoy pasan y hacen donaciones”. Es el arroz con pollo que desaparece de los platos en poco minutos. El único que no prueba bocado es Jorge: no olvida los años de mala sangre que le tocó vivir, todo a partir de ese telegrama de despido, tras haber cumplido tres meses de licencia por accidente laboral.  “Con todo lo que he sufrido, los malos momentos que me hizo pasar esta gente. Eso es impagable. Yo perdí a mi familia. Quiero levantar la cooperativa. Quedó demostrado que podemos trabajar sin patrones”, asegura.

Maltratos y abusos de poder. La política de los Petinari. El Sindicato de Mecánicos y Afines del Transporte Automotor (SMATA), en complicidad con los empresarios, desprotegiendo a los que debería considerar pares. “Hablaban con los clientes y los proveedores y nos perjudicaban”, evidencia Jorge. “Excepto el primer año, el resto jamás salimos con la plata que nos correspondía a cada uno. Te pagaban en cuotas, con la cifra que ellos querían. No te valoraban como trabajador. Hasta que llegó un día que nos cansamos y pedimos un cese laboral. Estuvimos nueve meses en la calle y surgió la idea de armar una cooperativa”, cuenta Ezequiel, que entró en la planta con apenas 18, cuando “no sabía agarrar una herramienta”.

En esa etapa Ezequiel se ganó el pan gracias al trabajo autogestivo de Acoplados del Oeste. “Empezamos cobrando 300 pesos por semana y de a poco nos hicimos una clientela que confiaba en nosotros. Entraba un camión para hacer reparación a la mañana y al mediodía ya estaba listo.Trabajábamos mejor que antes, nos iba bien”, reflexiona. Hay rabia y satisfacción acumulada en su voz. Desahogo. También hay buenas intenciones, como ofrecerse a llevarnos en auto hasta la estación de Merlo para esquivarle al frío y la noche, de regreso a casa. En Ezequiel, y en cada trabajador de Acoplados del Oeste. Juntos hasta el final. Es mutuo el agradecimiento por el momento compartido, el dar sin esperar nada a cambio. Después, todo se resume en un hasta luego  y buena suerte.

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